El primer recuerdo de Griselda Álvarez Ponce de León

¿Desde cuando tenemos memoria del primer recuerdo? ¿Creen ustedes en los famosos traumas de la tierna infancia? ¿Los psicólogos pediátricos han encontrado una veta minera aún en tiempo de crisis?

Porque luego escucho que al senador Fulano le quitaron el chupón de manera brusca y precoz cuando era bebé y el psicólogo descubre que por eso se dedica ahora al ‘chupe’ (viene de chupón) con grave deterioro del pacto federal. ¿Y que a fulanita la separaron de manera prematura de su osito de peluche y ahora es capaz de todo, todo, para juntar y tener un abrigo de mink?

De los cuatro años de edad tengo un recuerdo terrible, el primero. Sin embargo, me considero una mujer normal, más o menos, sin ninguna pataleta porque tratan de ganarme la curul. Nunca he presentado un shock porque me enfrenté a personas que han tomado un diplomado para hablar mal de mi partido.

Sí, normal, con tendencia al pacifismo, con marcadas inclinaciones para ayudar al prójimo.

El recuerdo lo conservo claro y fino como una película que corriera lenta y claramente.

Estoy sentada en una silla de tijera color amarillo claro con unos bordados como interrogaciones de color verde. Es de grueso paño. Lo sé porque muchos años después la he de encontrar en el cuarto de los tiliches.

La silla es pequeña como yo.

Ya casi va a salir el sol. Un vaho caliente viene del jardín y se oyen trinos por dondequiera.

De repente entra mi madre a la recámara. Lleva una bata rojo oscuro, los largos hermosos, semirrubios cabellos sueltos, va descalza y camina de prisa. Se sienta frente al espejo del tocador y toma un objeto que no conozco. Después sabré que se llama estilete. Se abre la bata y se descubre los senos blanquísimos y exuberantes. Ahora, trata de enterrarse el arma pero seguro tropieza con algo duro porque la saca y la vuelve a hundir con igual resultado.

Yo ya conozco la sangre porque varias veces mis rodillas han sufrido descalabraduras cuando me he resbalado duramente. Pero esta sangre que veo es mucha y me da miedo. Quizá si yo gritara ya no saldría. Ella tiene los ojos cerrados pero no se ha caído de la silla.

Entra mi padre y más gente. Gritan todos y van de un lugar a otro. Son tan altos que ya no veo dónde está mi mamá. Rasco las interrogaciones verdes de mi sillita de tijera. Entonces alguien grita muy fuerte: ‘¡Ay, si aquí esta la niña!’

Quizá ese mismo alguien me toma en brazos. Siento que subo por el aire mientras que se bajan las lámparas y los espejos. Estoy mucho más alta, me hacen cariños, muchos cariños y me dan azúcar. No sé por qué.

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Mi madre era la hija menor de la familia Ponce de León y la única mujer. La habían precedido cuatro varones: Aurelio, Rafael, Juan y Guillermo. Creció consentida y llena de mimos en un hogar opulento. Nunca había tenido una pena. Hacían todos la voluntad de la menor.

A su tiempo contrajo matrimonio con mi padre. Él era un hacendado de polendas y de contradicciones. Tosco y tierno, cariñoso con mi madre y enamoradizo con quien podía. Sus ojos hermosos le valieron el mote de El Moro. También le dijeron Capacha por la hacienda del mismo nombre. Esa mañana de mi primer recuerdo se había levantado en la oscurana del amanecer y mi madre al no encontrarlo en la cama se había encaminado a los cuartos de servicio…

Yo, por el calor del trópico, de vez en vez me despertaba al alba y me gustaba pasarme a la recámara de mis padres, como ese día.

Años más tarde completé el rompecabezas con informes y chismes y entendí por qué mi madre había intentado suicidarse pinchando en costilla dos veces. Mala torera y guapísima señora no educada a soportar el sempiterno adulterio de los esposos.

A mi no me llegó el trauma por extraña reacción. ¡Ni modo Sigmund Freud!