Quisiera regalarte un pedazo de mi falda,
hoy florecida como la primavera.
Un relámpago de color que detuviera tus ojos en mi talle
– brazo de mar de olas inasibles –
la ebriedad de mis pies frutales
con sus pasos sin tiempo.
La raíz de mi tobillo con su
eterno verdor,
el testimonio de una mirada que te dejara en el espejo
como arquetipo de lo eterno.
La voluble belleza de mi rostro, tan cerca de morir a cada instante
a fuerza de vivir apresurada.
La sombra de mi errante cuerpo
detenida en la propia esquina de tu casa.
El abejeante sueño de mis pupilas
cuando resbalan hasta tu frente.
La hermosura de mi cara
en una doncellez de celajes.
La ribera de mi aniñada voz con tu sombra de increíble tamaño,
y el ileso lenguaje que no maltrata la palabra.
Mi alborozo de niña que vive el desabrigo
para que tú la cubras con la armadura de tu pecho.
O con la mano aérea del que va de viaje
porque su sangre submarina jamás se detiene.
La fiebre de mis noches con duendes y fantasmas
y la virginal lluvia del río más oculto.
Que a nivel del aire, de la tierra y el fuego,
el vientre como abanico despliega.
La espalda donde bordas tus manos
hinchadas de oleaje, de nubes y de dicha.
La pasión con que desgarras
en el lecho del mismo torrente inabarcable
como si el mismo corazón se te hiciera líquido
y escapara de tu boca como un mar sediento.
El manojo de mis pies
despiertos andando sobre el césped.
Como si trémulos esperaran la inexpresada cita
donde sólo por el silencio quedaron las cadenas rotas.
Y en tus dedos apresado el apremio de la vida
que en libertad dejó tu sangre,
aunque con su cascada, con su racha,
los árboles del deshielo, algo de ti mismo destrozaran.
La cabellera que brota del aire
en líquidas miniaturas irrompibles
para que tus manos indemnes hagan nido
como en el sexo mismo de una rosa estremecida.
La entraña donde te sumerges como buscando estrellas enterradas
o el sabor a polvo que hará fértiles nuestros huesos.
La boca que te muerde
como si paladeara ríos de aromas;
o hincándote los dientes
matizara la vida con la muerte.
El tálamo en que mides mi cintura
en suave supervivencia intransitiva,
en viaje por la espuma difundido
o por la sangre encendida humanizado
el mundo en que vivo
estremecida de gestaciones inagotables.
El minuto que me unge de auroras
o de iridiscencias indescriptibles.
Como si a ritmo de tu efluvio soberano
salvaras el instante de miel inadvertida;
O dejaras en el mágico horizonte de luces apagadas
el tiempo desmedido y remedido.
En que apresados quedaran los sentidos
y al fin ya sin idioma, desnudos totalmente.
Como si ensayando el vuelo se quemaran las alas
o por tener cicatrices se extenuaran los brazos.
La piel que me viste, me contiene y resuma,
la que ata y desata mis ramajes.
La que te abre la blanca residencia de mi cuerpo
y te entrega su más íntimo secreto.
Mi vena, llaga viva, casi quemadura,
huella del fuego que me devora.
El nombre con que te llamo
para que seas el bienvenido.
El rostro que nace con la aurora
y se custodia de ángeles en la noche.
El pecho con que suspiro, el latido,
el tic-tac entrañable que ilumina tu llegada.
La sábana que te envuelve en tus horas de vigilia
y te deja cautivo en él, duerme, sueño del amor.
Árbol de mi esqueleto
hasta con sus mínimas bisagras.
El recinto sombrío
de mis fémures extendidos.
La morada de mi cráneo, desgarrado lamento,
pequeña molécula de carne jamás humillada.
El orgullo sostenido de mis huesos
al que hasta con las uñas me aferro.
Mi canto perenne y obstinado
que en morada de lucha y esperanza defiendo.
La intemporal casa
que mi polvo amoroso te va ofreciendo.
El nivel del quebranto
o la herida que conmigo pudo haber terminado.
El llanto que me ha lavado
y que este pequeño cuerpo ha trascendido.
Mi sombra tendida
a merced de tu recuerdo.
La aguja imantada
con su impensable polen y sus rojas brasas.
Mi gris existencia
con su primera mortaja
Mi muerte
con su pequeña eternidad.