«Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo
un silencio en el cielo, como de media hora» (8.1)
Buscaremos la risa de los niños
y no la encontraremos,
ese leve chasquido de las hojas
pisadas en los parques,
un susurro del sol en nuestro rostro,
el perfecto latido
que hace dormir la mano sobre el pecho,
ese temblor de azúcar y de sangre
que se esconde en los besos de la sombra.
Será búsqueda inútil,
tiempo desvencijado en los oídos.
Dormirán la canción,
los gritos de terror y la blasfemia,
el violín y la flauta, la cuchara,
el llanto de la mar contra la tarde.
No sonarán las copas ni el vino de las copas,
ni el viento en las ventanas, o la lluvia,
ni la tenue palabra de los enamorados.
No acudirán las órdenes al rostro
ni el grito a la garganta.
Durante el plazo estipulado
no se oirá al mercader,
estará mudo el padre de la patria,
volarán las canciones de cuna y las baladas
al país de los sueños,
y todos los relojes
contarán sin hablar treinta minutos.
Hasta la voz de Dios cumple el silencio