A Javier Egea,
que me regaló una rima.
Las dos hermanas ciegas de tu abuelo,
Pepita juntamente y Victoriana,
a contraluz las ves: sombras chinescas
entre el biombo de seda y la ventana.
Huye el año sesenta.
Del parque llega un frío alborotar de pájaros.
Envueltas en sus chales oscuros, estas damas
nonagenarias rezan el último rosario.
No saben que la noche venidera
les depara una suave, dulcísima agonía:
Caerán como dos rosas tronchadas, desde el sueño
hasta el delantal cándido de la Virgen María.
La tía Victoriana, afligido galápago
que se arrastraba apenas por los hondos pasillos
de la casa de Aguirre, será un serafín de alas
veloces por las sendas de luz del Paraíso.
Y la tía Pepita, que daba besos húmedos
y te contaba historias del asedio carlista,
sentirá una caricia de Jesús en los párpados
y, al entreabrirlos luego, lo tendrá ante la vista.
Pero aún sólo atardece.
Reclinada en la mano infantil la cabeza,
persigues soñoliento el paso de las horas
en el reloj de cuco, molino de tristeza.
Imaginas acaso un Bilbao fin de siglo,
y en el balcón las pobres señoritas Juaristi
esparciendo puñados de pétalos a tientas
sobre la procesión del Corpus Christi.
No las turba la pompa de las capas pluviales
ni la custodia de oro donde tiembla el viril,
ni el patio recamado, ni la guardia de gala
de don Antón Pirala, gobernador civil.
Nadie repara en ellas.
En su vasta tiniebla no oirán requiebro alguno.
Tal vez, enternecido, un beso les envíe
su amigo de la infancia, don Miguel de Unamuno.
Su memoria volátil habría dado en nada,
si tú, al poner tus parcos recuerdos en abismo,
no hubieses decidido guardarla para siempre
en un poema hinchado de falso modernismo:
Sólo un pretexto impuro para un tosco retruécano
en el verso final, pues, aunque tú lo niegas,
como las infelices hermanas de tu abuelo,
entonces ahora y siempre- elegías a ciegas.