Ellos tenían siempre la cosecha más roja, la uva centelleante.
A veces, al mediodía, cuando el sol embriaga -si no, nunca
nos atreviéramos-, mi madre y yo, tomadas de la mano,
íbamos por los senderos de la huerta, hasta pasar la línea
casi invisible, hasta la vid de los monjes. La uva erguía
bien alto su farol de granos; cada grano era como un rubí
sin facetas con una centella dentro. Ellos estaban aquí y allá
con las sayas negras o rojas, y parecían escudriñar diminutas
estampillas, grandes láminas, o meditar profundamente sobre
el Santo de esos lugares. A nuestro rumor alguno dirigía
hasta nosotras la mirada como una flecha de oro o de plata.
Y nosotras huíamos sin volvernos, temblando bajo
el inmenso sol.