En la terraza de Jordi Doce

Suspenso en el polvillo de la luz,
madura el escenario de la tarde,
su armoniosa maraña
(tejados y jardines, el curso del canal
con árboles al fondo,
el parque abandonado)
que implica al que lo mira
en un mapa de ausencias,
donde ceden las formas
al lento escamoteo de sí mismas.
En la frontera ingrávida
que junta día y noche, lo que existe
juega a la inexistencia,
se aventura, tal vez, en el camino
de su disolución. Es una disciplina,
un trato entre el mirar y lo mirado.
Todo aparenta, entonces,
aligerarse, como si en la sombra
latiera aún la levedad del tránsito,
el vuelo irreversible de la luz.
Al fondo, refulgente, la arboleda
destila una vez más esa humedad
que desdibuja el mundo:
coronando sus copas
vuelan los estorninos, se detiene la brisa,
el cielo es un estuario amoratado
que fluye hacia la noche. Todo calla
bajo la fiel marea de la desposesión.
Y éste que ahora se asoma a la terraza,
llevado de la intriga y el asombro,
sabe que en su interior
vuelve a brotar la luz, indescifrable,
lección de permanencia
que enciende la memoria
al apagar el mundo.