Quisiera otro lenguaje para hablar de estos días, otra voz
cuyo acento imitara el embate del mar contra tu cuerpo,
el reguero de gotas como una pupila multiplicada
sobre la sal inscrita de tu piel, sobre la piel escrita por la sal,
sobre la simple página que no espera a mis dedos
para mostrarse.
Poemas de Jordi Doce
Escuché tu canción
en el silencio de la noche.
De dónde venía o por qué
pareció atravesarme el corazón
como brusco zarpazo impredecible
son razones que supe sin saber.
Y tú no estabas, tú no debías estar
para que tu canción llegara
con la fuerza de un salto, de una flecha,
con el simple deseo de otro cuerpo
que ha hecho de la espera su deseo.
No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.
En aquel sueño eras
un fanal vacilante
en el mar de la noche.
Vine a ti desde el fondo:
rostro abierto en la espuma,
yo también alumbraba.
Luz con luz engendramos.
Blancas fosforescencias
sobre el torso del agua.
Cae sobre ti la mirada
de las cosas, te busca, te señala,
espía cada uno de tus gestos
con nítida pupila agazapada,
tapiz de ojos
tras el follaje de las sombras,
noche ocelada en cada esquina
con un rumor de pasos a la espera;
como la luz que siluetea el muro
su curiosidad forma
el hueco de tu cuerpo,
el hueco donde yaces con tu cuerpo.
Vienes a mí de tarde, con las primeras sombras,
tras la espesura líquida del sauce,
cuando el aire se aquieta como el ansia,
cuando el cuerpo se entrega a su latir cansado.
Apenas si conozco tu origen, la manera
que tienes de llegarte.
sobre un poema de Nishiwaki Junzaburo
Con el viento del sur
descendió una diosa benigna.
Mojó el bronce y mojó la fuente,
mojó el vientre de la gaviota
y sus plumas tendidas.
Abrazó la marea,
lamió la arena,
se bebió de un trago los peces.
Di mejor un ascenso, como de peregrino,
ladera arriba, monte que no es monte
porque comulga del azul del cielo
y no siente ya el pedregal
que confirma sus pasos, terco ascenso en volandas
sobre la quemazón de brezo y turba,
y allí en la cima el templo, guía y razón del viaje,
sin capilla evidente ni suelo bendecido,
umbral de piedra y musgo gris
donde anidan el viento y la rapaz
y el pie ensaya una última pisada
antes de hollar el aire, sin rasguño ni esfuerzo,
o eso parece,
como si no atendiera,
ebrio en mitad de la nada.
La lentitud del mar es un deseo
de ser mar sin más, agua reposada
que naufraga en sus limos y se empapa
de perfumes adivinados, algas
para anunciar el fin del día, sal
para curar la herida de la luz,
espuma donde el cuerpo del bañista
gira y se desvanece en la distancia,
mientras los tamarindos juntan sombra
y el paseo envejece al paso
de un viento que es más viento
en lo que nunca es mar
-calles y toldos, roca y cielo,
rostros que cobran vida al olvidarse
de sí mismos, pasos sin rumbo
al caer de la tarde, lentos ojos anónimos
que escuchan el rumor de las aguas
y su oscuro reposo.
Alto día, en el flujo
despacioso del aire,
en el claro erigido
por el baile de aceros
de la luz, en la rama
cuya huraña negrura
fija la piel del agua,
fija la red del tiempo.
El puente nos afinca
entre riberas yermas.
En sombra, este ramaje
dispone celdas, redecillas,
calladas oquedades
de una penumbra
que la escarcha humedece apenas
con lengua terca y desprendida.
A espaldas de la luz
principiante,
mientras ladran los perros a lo lejos
y el íntimo rumor del aire
aviva los matojos de las lindes,
cuánta noche se anuda aún
en su corteza atenta
como una palabra no dicha,
como una sílaba prohibida
que el alba sólo atina a remedar
con voz y cuerpo largo
de calina.
Abro la puerta, y el olor del agua
al horadar la tierra entra en la sala:
lento vapor que liga el aire y deja
una semilla de alegría
en la piel:
pasan las horas,
la lluvia no remite,
la semilla se ha vuelto tallo
y se enrosca en torno a mi cuerpo;
afuera llueve, pero un sol se alza
ante mis ojos, que ya olvidan
el gris vencido de la lluvia:
árbol que ofrece luz, no sombra,
bajo sus ramas
sonrío, sin saber por qué sonrío.
Al hilo de la siesta las callejas se adensan
en un silencio impenetrable; es entonces
cuando, en este verano solícito, la luz
ensaya su apariencia más palpable
y gravita tenaz sobre el asfalto,
confirma las virtudes del sosiego.
Crecen en esta hora extrañas formas
de la belleza: el fardo demudado del aire,
la quietud de metal de las ramas, la terca
grisalla de estos muros que la hierba puntea.
Escucha el ulular del viento contra el muro;
la hiedra, las acacias baten la piedra sin descanso
y dividen el tiempo como tiernas cuchillas.
Yo te he visto en los intervalos: la luz
a rachas alumbraba tu rostro en la tormenta.
¿Cómo ignorar, al fin,
los avisos del día,
el genio especular del día
al trazar nuestro fiel retrato
de nada o nadie,
si el frío de esta mar al juntar noche
tiene lugar para nosotros, viene
como mano de sombra al corazón,
atraviesa la destrucción que fuimos,
que nunca hemos dejado de ser?
El coche en sombra bajo el tendejón
y flecos de maleza parda junto a las ruedas.
El sol de mediodía percute en el asfalto
y siembra el arenal de transparencias.
Dos muros desdentados,
una señal de tráfico,
restos de chapa y neumáticos rotos
son cuanto evoca
el tiempo de los hombres, su transcurso.
La luz de media tarde entre la hiedra,
la lumbre inextinguible de algún sueño,
el niño que se ahoga de risa en su columpio,
el temblor repentino de tus muslos,
el calor que insinúan tus mejillas
al despertarte embriagada de sueño,
respirar el vaho gris de la escarcha,
jugar al abandono en estas calles
donde la claridad nos perfila extranjeros,
el cielo como un largo balbuceo de azul,
las tormentas de julio, tan veloces,
el aroma dulzón del descampado
Cuánto nos pertenece, sin que importe escribirlo.
Variedad de la vida,
en los nudos del aire, en el bullicio
febril de los insectos
que un vencejo devora
bajo el pálido azul de la mañana,
en los setos y frondas
que humedecen, abajo,
el taller de cerámica, el camino de grava
donde pastan los líquenes, los rescoldos del agua,
donde también la edad, como la lluvia,
ha posado su aliento, nublando la materia,
hurtando a la materia
su más secreto pulso,
livianamente,
al hilo de las formas
que la rueda del aire sostiene en limpias órbitas.
Cuelgan las nubes sobre el día
como una sucia piel curtida
o la panza de un animal
dispuesto para turbios sacrificios
ante los filos de la luz y el frío.
Aún tiemblan los vidrios
con el impacto del pedrisco
y en la aspereza del asfalto
palpita y se deshace
la mínima blancura de los hielos,
como siembra a destiempo
que ni el cuervo siquiera
codiciará.
El tiempo ayuda al mito de lo que no sucede.
Él vendrá o ha venido, no se sabe a fe cierta,
abundan los rumores mas no hay pruebas,
pudo ser aquel viejo de la capa raída
o el callado extranjero que no salió del cuarto
durante días, ¿quién podría asegurarlo?
Arrecia en mí la vida con las primeras sombras.
Al término del día, concluida la tarea,
cuando la luz se inflama, anaranjada,
en muros y parterres,
cuando el limpio negror de la pizarra
finge la transparencia de un espejo
que baña por igual a cuervos y gaviotas,
algo insiste en mi ánimo,
algo que azuza y dicta en mi silencio
con urgencia inequívoca.
Se enturbia la mirada, y el aire de la tarde
humea como brasa contra un fondo
de velas sopladas y espuma rota.
El mar es la respiración, la espera.
Tomadas por el grueso sol de agosto,
las rocas se deslizan hasta el agua.
Sobre el musgo peinado,
sobre la losa negra
que confirma tus pasos,
mira el tendón del agua,
el relieve fluyente
que tira de la orilla y de los juncos
palidecidos, donde el agua
huye de sí, en el umbral
del remanso, de su negrura
tibiamente limosa.
Ya el agua se despliega por tu cuerpo
con sus redes de espuma y su tenue perfume,
que es el perfume de tu piel desnuda,
de tu piel que revive con el agua
más acá de este día. Desde el vano,
a la confusa luz del despertar
(porque al sueño le cuesta irse a dormir),
te veo enjabonarte muy despacio,
con morosidad casi,
serena en el detalle y la inspección.
Suspenso en el polvillo de la luz,
madura el escenario de la tarde,
su armoniosa maraña
(tejados y jardines, el curso del canal
con árboles al fondo,
el parque abandonado)
que implica al que lo mira
en un mapa de ausencias,
donde ceden las formas
al lento escamoteo de sí mismas.
El tacto y llama de aquel
instante, hoja de nieve
entre mis dedos,
corte y quemadura sobre
la piel. Transcurren los días
y esta herida no cierra. A menudo
vuelve el frío o imagino que vuelve,
y una voz nace al contacto.
En el cuarto en penumbra, el cerco de la lámpara
arde sobre la página, en los dedos
que aferran el cuaderno, recogidos,
y trazan nuevos signos con serena mudez.
La calle es la moldura de otro silencio. Nadie
bajo los sauces, bajo la farola
tibiamente alumbrada, en el frescor
de esta noche de junio, de esta noche en que velas.
Hay algas en la orilla, y un sol crudo, tenaz,
lame las avenidas, abre los descampados,
o se enrosca en los buenos días y los quetales
que puntean, ligeros, como insectos al vuelo
la llegada puntual de los oficinistas.
La rosa de los vientos del día, la candente
veleta del verano inicia su deriva,
se despereza y gira, gran noria bostezante,
agitando sus flecos entre sombras de asombro,
esparciendo en el aire su voz enronquecida,
y una herida de sal se insinúa en la piel
o crece hasta saciar el frescor de la noche,
como tras las pupilas un destello devuelve
otro verano antiguo, fundado en la inocencia,
más allá del recuerdo o su remedo estéril.
La tranquila insistencia del agua en mi ventana
es también, esta noche, la calma del lector,
la intriga del que ha entrado en el secreto.
Cartas a sus amigos: el arco de una vida
y su diana invisible, inalcanzable;
los pasos bailarines de la araña
sobre la red que teje y es el tiempo;
el debe y el haber de cada día
en un libro de cómplices y amigos
que acoge al visitante y no se cierra.
¿Quién llama en el silencio de la tarde?
¿Son las horas, tal vez, al deslizarse
sobre tu cuerpo como el agua,
como el agua que anhelas y te anhela
bajo el oscuro nudo de la luz?
¿O es acaso esa luz, que se debate
en el aire inflamado,
en el aire sin pulso ni reflejo que humea?
Bajo la tela de la noche
y sus linternas diminutas.
La puerta abierta.
La remetida claridad del cuarto
tras las ventanas.
La humedad en reposo de la tierra.
Y el ruido de unos pasos en la grava
que anuncian tu llegada,
tu saludo abstraído,
tu calor.
Huraña luz de enero, aún recuerdo
tu resplandor sin nadie,
el frío del azul en la garganta,
el aliento helador con que el silencio
salía a recibirnos,
la equívoca extensión del alba
camino de la escuela y el desmonte,
entre zanjas y charcos al azar
que contenían otro cielo
hecho de fugas, ráfagas, reflejos,
como un río se esconde bajo tierra
y la cruza o devora,
aguas de claridad tumultuosa,
secretas desazones que atraviesan los años
y bañan, emergidas, otro enero, otro invierno,
mientras vago sin rumbo
por las calles de Sheffield, y descubro,
o creo descubrir,
bajo la tela cárdena del día,
la misma luz, la misma sombra huraña,
como una geometría
de aristas y vacíos que ordenara
el ladrillo locuaz de las fachadas,
el hormigón cubierto de verdín de los muros,
el asfalto de los aparcamientos
donde pasea el niño que fui, que soy aún,
rumbo a no sé qué escuela
de la que nadie nunca me avisara.
Cruzan el patio las palomas.
Se cuelgan del alféizar, gorgotean,
van y vienen por la penumbra
con sus plumas raídas y su insolencia terca.
Palomas de ciudad,
vestidas del hollín que respiran,
sirvientes del tendal y la basura.
Las odio cordialmente desde mi ventana,
busco espantarlas, cuelgo plásticos,
pero es inútil.
La mano escribe para no morir.
O cuenta el mundo en sílabas contadas
para decir: aquí termina el mundo,
fuera impera la noche
y el frío de la noche,
el lento gotear de las estrellas
y su terco silencio impenetrable.
versión de un poema de Ted Hughes
Donde no había nada
alguien dispuso un lago amedrentado
Donde no había nada
hombros de piedra
se abrieron para sostenerlo
De las estrellas vino un viento
descendió al agua olió el temblor
Con ojos cerrados, con manos
enlazadas
los árboles
se ofrecieron al mundo
El brezo se encogió, asustado
Nada no hay nada
hasta que una gaviota
Rompe
escapa
De la nada a la nada:
un rasguño en la tela
Ojalá que la noche sea esto únicamente:
la pesada respiración del mar
como un animal torpe y hechizado,
un pañuelo de cuentas negras bajo tu frente,
la dulce sensación de estar a la deriva
contigo, de espaldas a la ciudad,
turbados por el pulso de un amor
que es siempre recomienzo.
No hay tiempo en el instante del asombro,
sino el cruce tal vez de muchos tiempos,
baraja ensimismada en un abismo
con fondo en el imán de lo indecible.
Hacia esa lumbre miran tus palabras.
Hacia esa tea que sostiene, alerta,
el ávido crupier de los sentidos.
En la noche, tu mirada abolida
espía entre juncales de negrura:
no acepta de las sombras
su indiferencia, su aparente
estar ajeno a quien
las mira. Piensa
como piensa el mirar, absorto
bajo los párpados
si es nada lo que no ve, o si nada
son sus ojos porque no ven.
(McLean Hospital, 1953)
Puedo sentir el mar, o un fondo de campanas.
El ruido de gaviotas me reconforta, alivia
mis ataques. De vez en cuando una enfermera
ajusta la almohada o despliega las sábanas
hasta que siento un peso en mi barbilla
y no hay frío.
Quien extravió la vida al recrearla
con secreta pasión, al hilo de palabras
que forjaron, tal vez, su limpio emblema,
vuelve a mirarte desde su cansancio,
donde la luz evita esas pupilas
que un antiguo fulgor encaneció.
El premio es la ceguera, el abandono.
El grajo que reposa en esta página
el mismo que ha graznado en tantas otras,
profetizando noches, carencias, desengaños
no tiene constancia de su rango:
el frío del norte enciende su instinto
al azar por los caminos del aire,
pendiente de los hitos del insecto y la semilla.
El vuelo de esta avispa
en el azul del aire, contra un fondo
de cipreses y falsas
columnas medievales, mientras Paula
desanuda con paso
azorado el jardín
y advierte fugazmente cada tronco,
la trama ensimismada
de setos y empedrados,
viene tal vez
de muy lejos, de un tiempo
anterior a los tiempos que recuerdo,
cuando el simple existir
de las cosas
se imprimía en los ojos
con limpieza, y el vuelo recto
y absorto de la avispa
era tan sólo acción y asombro,
humilde acontecer
como este fondo azul
que afirma a los cipreses
de repente crecidos,
igual que ahora Paula
con andar más tranquilo
se acerca hasta sus troncos
y levanta los brazos
(niña avispada)
respondiendo feliz a su saludo.