Tenía yo dieciocho años, y ella
Apenas dieciséis; rubia, rosada.
No es por cierto más fresca la alborada
Ni más viva una fúlgida centella.
Un día Adriana bella
Conmigo fue al vergel buscando fruta,
Y así como emprendimos nuestra ruta
Absorto me fijé por vez primera:
¡Cuán atractiva y cuán hermosa era!
Llevaba un sombrerillo
De paja, festoneado, con adornos
De flores de canela y de tomillo:
y realzando sus mórbidos contornos
Un corpiño ajustado,
Saya corta, abultada, de distintas
Labores, hacia el uno y otro lado
Recogida con lazos de albas cintas.
Como nuestro paseo se alargaba,
Le ofrecí el brazo, me arrobé al sentirla
¡Que en él lánguidamente se apoyaba!
Confuso y sin saber el qué decirle,
Me desasí… Trepéme a un alto guindo,
Desde cuyo ramaje de esmeralda
El bello fruto, ya en sazón, le brindo,
Que ella con gracia recogió en la falda.
¡Oh delicioso instante!
¡Oh secretos de amor! ¿Cuál mi ventura?
¿Podré pintar, mi sangre llameante,
Al ver desde la altura
Su seno palpitante,
Su voluptuosa y cándida hermosura ?
¿Acaso Adriana adivinó en mis ojos
El fuego interno que en mi alma ardía?
¿Esa la causa fue de sus sonrojos?
-«Aquella guinda alcanza», me decía,
«Que está en la copa; agárrate a las ramas,
No vayas a caer.» -«¿Y tú, si me amas,
Qué me darás?» Bermeja cual las pomas
Que madura el estío en las laderas,
Contestó apercibiendo dos palomas
Blancas, ebrias de amor: -«Lo que tú quieras!»