En Paraguay prohibieron tu poesía;
mas te leí setenta veces cinco.
Y dije: No, señor; ninguna culpa,
ninguna prueba cierta de delito
yo encuentro en estos versos remojados
en el sudor con sal del hombre limpio;
la culpa, en todo caso, es de nosotros,
de nuestro fatuo corazón de vidrio.
Y en tanto te prohibían, tu poesía
seguía trajinando los caminos,
tocando las aldabas de las puertas,
llamando a los transeúntes cual silbido.
La sal de tus poemas instalaba
en derredor del fuego aquel sentido
primero de las cosas: el deber
de compartir con todos pan y vino.
La luz encarcelada se hizo libre
en tu palabra suelta como un mirlo
a la que se sumaban las palabras
de los demás poetas, y fue río
entonces la canción de toda América.
Ya no hubo cuento que quedó sin niño.
Y el sol, moneda dura, se hizo gente.
Y se lavó la vida con rocío.