Hacía ya algún tiempo que el reloj era sombra.
Tras los visillos caminaba el vértigo
y el crepúsculo echaba los cerrojos.
Cuando ya las paredes retorcían,
entre gruñidos tiernos, sus espaldas
-a punto de perderse los perfiles-,
las columnas del sueño se alzaron luminosas
y rebotaron entre las tinieblas.
En la sombra, las rosas subrayaban
la decisión final de algún camino.
La mano encontró el hilo, tanteando,
y la cara del tiempo dejó caer las once.