Esperando la lluvia de María Eugenia Caseiro

No eran festones calcinados, ni salamandras, ni murciélagos
sino tus manos esperando la lluvia.
Y la figura exprimida varias veces se te secaba al sol
en un sueño en que también se marchitaban otros sueños.
Con tantas diferencias como granos de arroz, o como cáscaras
tus manos de pájaros sueltos,
tus anillos de afilar los dedos,
el torso opíparo de volúmenes,
y los cabellos duros, como diablos disecados que ahuyentaban la brisa:
la mirada de puñal también se te secaba.

Te digo que no
no eras todavía aquel adiós que profesabas, ni la idea imprecisa
que se tiende a retomar el hilo que la puede acompañar.
Con los pies impasibles al frente de todos los desdenes recordados…
eras tú mismo sin tu yo,
en una oscuridad casi distinta,
en el punto más fiel de la prolongación,
en la línea exacta entre los dos, o los tres, o los cien que ya no eras
o que te habían abandonado tal vez para siempre.
Y la sombra invisible que ansiaba levantarte inútilmente
entre mis grandes ganas de llorarte
se dejaba caer en tus pies asidos al veneno de tu transpiración.

Te digo que no,
no eran pedazos de recuerdo, ni puentes levadizos,
ni siquiera esas serpientes que alguna vez se enredaron en la partida
que jugamos sin terminarnos aún las ganas de ganar la antigua
apuesta;
eran tus pies, zapadores sin voz,
los que nunca obtuvieron el recuerdo exacto del paisaje, de la salida
del interminable hilo de la planta que no deja de crecerte dentro
a pesar de tantas muertes atroces y silencios
que alguna vez, en las casas subterráneas encontraron el bulbo
en que las viudas negras se escondieron en invierno.

Te digo una vez más que no
que no eran raíces, ni carajuelos encendidos,
ni quelonios agujereados esculcando la arena; no,
eran apenas tus pies desgajados y mudos esperpentos de arena
escrutando la tierra para desenterrar los bulbos de los lirios;
para desplazar escarabajos de órganos duros y ardientes
y profanar las venas crecidas de perdones que no habías cruzado
nunca…

No había visto tus muslos torcidos brillando al sol
pero los paseaba con la mano herida de recorrer tus espinas
con el dolor de la piel cosida al momento
sobre aquellas jicoteas puntiagudas y verdes
que comenzaron a salírsete del cuerpo,
tanteando el rastro de las bibijaguas por las grietas
en que el amarillo de la carne se dejaba descubrir
chorreado de sudores en la cicatriz errante de tus cristales,
de aquellos cristales que por fin trajeron de una vez el agua
para dejar el brillo de tu cuerpo debajo de un árbol y hacerte de aire,
un aire deforme, doblado en las puntas de todos tus dedos
y traspasado el recuerdo de todos tus anillos…

Un aire ceñido a la periferia recelosa de tu oído,
de la masa inconforme que miramos perderse debajo de la sombra;
un aire que suena en los huesos quebrados de los insectos
y espanta las confesiones de todas tus bocas para dejarse llevar
en la plaga de la lengua, con los acentos que burlan la sonrisa,
hasta la débil esperanza de la lluvia.