Querido Héctor:
Cuando esto te escribo, amor, qué palabras cubrirán la última noche del siglo, el invierno que nunca acaba, la primavera rota por la ausencia. El mundo se va a ahogar, los pájaros ya no vuelan en los espejos y el mar no ofrece ningún consuelo. Esta ha sido una historia envuelta en música y en silencios, antigua y terrible como el mundo, hemos tenido que inventar todos los caminos, hemos discurrido por dolorosas geografías, lugares queridos que corresponden a la cartografía del desconsuelo.
Te escribo esta carta en una pequeña hendidura de agua, porque el agua irradia atardeceres de otras épocas. Cuando nos encontramos por vez primera, yo era una muchacha joven que se miraba en el fondo de tus ojos, que vivía pendiente de tu arrogancia de isla. Pero tu nombre se ha quedado para siempre dentro, pero tu rostro aún vive en mis palabras, pero tus manos de árbol crecen, vigorosas, todas las primaveras de relámpagos. Enséñame el lugar del aire, hacia dónde dirigir mi huida por todas las estaciones que regresan sin ti, porque hay velos tristes que me han hecho morir de cordura, cuchillos lentos que han inundado de mar todas las derrotas.
El recuerdo es el camino breve y puro que conduce hacia el delirio, que transcurre como una melodía en el viento de la historia. Adagio de las promesas que no pudieron realizarse, andante nocturno que devuelve las traiciones a un mar dormido en mi vientre, vivo círculo de los ahogados por las sombras del desafecto, pues será el trayecto que nos ha de reunir lento como el tejido fatal de una espera sin personajes.
Somos esos seres a los que el tiempo nunca arrebata sus heridas. Me acorazo con la armadura de la voluntad, amor mío, zurzo los harapos del destino, invoco un tiempo en el que pudieron ser verdad todos los silencios del mundo. Pero caminamos por estaciones paralelas, en un tiempo que nunca asumió la luz y el abismo, infinito y azulado, habitado de palabras y de ausencia.
En qué mar encontrarán reposo mis ojos en la ciega huida por el brocal del otoño…