La mano en el saúco del leteo,
la sombra sigue insomne
de otra mano,
una mano que nombra,
que desbroza el camino,
que pasa a limpio
los nombres de las cosas.
Pero el rostro,
que nunca fue,
que no hallará reflejo
en unos ojos
fielmente vueltos ya
para siempre hacia sí mismos,
estalla por encima de los pasos
y deja que la aurora
con el sol lo arrebate y arrastre
por la terrible orilla de los tiempos.
Siga el pie, ciegamente, pues, la huella
que ahuyenta
toda la confusión,
y tú, avanza,
acosada cabeza aún de los abismos,
con el rostro encendido
y el cabello derramado entre los vientos.
Y los ojos en lágrimas,
en la paz y el dolor,
teje un lamento
al malhadado y fiel Orfeo,
¡oh pobre, despojada del infierno,
delirante,
ya para siempre solitaria
Eurídice!