Se quedaron solos:
aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.
Se quedaron solas:
esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.
Se quedaron solos y solas,
soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,
con el agudo quitasol que pincha
al sapo recién aplastado,
bajo un silencio con mil orejas
y diminutas bocas de agua
en los desfiladeros que resisten
el ataque violento de la luna.
Poemas de Federico García Lorca
La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Balada de la gran Guerra
Yo tenía un hijo que se llamaba Juan.
Yo tenía un hijo.
Se perdió por los arcos un viernes de todos los muertos.
Le vi jugar en las últimas escaleras de la misa
y echaba un cubito de hojalata en el corazón del sacerdote.
Odian la sombra del pájaro
sobre el pleamar de la blanca mejilla
y el conflicto de luz y viento
en el salón de la nieve fría.
Odian la flecha sin cuerpo,
el pañuelo exacto de la despedida,
la aguja que mantiene presión y rosa
en el gramíneo tabor de la sonrisa.
Enrique,
Emilio,
Lorenzo,
Estaban los tres helados:
Enrique por el mundo de las camas;
Emilio por el mundo de los ojos y las heridas de las manos,
Lorenzo por el mundo de las universidades sin tejados.
Lorenzo,
Emilio,
Enrique,
Estaban los tres quemados:
Lorenzo por el mundo de las hojas y las bolas de billar;
Emilio por el mundo de la sangre y los alfileres blancos,
Enrique por el mundo de los muertos y los periódicos abandonados.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.
Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
La noche no quiere venir
para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.
Pero yo iré,
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tu vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
Quiero dormir el sueño de las manzanas,
alejarme del tumulto de los cementerios.
Quiero dormir el sueño de aquel niño
que quería cortarse el corazón en alta mar.
No quiero que me repitan
que los muertos no pierden la sangre;
que la boca podrida sigue pidiendo agua.
Por las arboledas del Tamarit
han venido los perros de plomo
a esperar que se caigan los ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.
El Tamarit tiene un manzano
con una manzana de sollozos.
Un ruiseñor apaga los suspiros
y un faisán los ahuyenta por el polvo.
Por las ramas del laurel
vi dos palomas oscuras.
La una era el Sol,
la otra la Luna.
«Vecinitas», les dije:
«¿Dónde está mi sepultura?»
«En mi cola», dijo el Sol.
«En mi garganta», dijo la Luna.
Y yo que estaba caminando
con la tierra por la cintura
vi dos águilas de nieve
y una muchacha desnuda.
A la señorita Argemira López
que no me quiso.
Efectivamente
tienes dos grandes senos
y un collar de perlas
en el cuello.
Un infante de bruma
te sostiene el espejo.
Aunque estás muy lejana,
yo te veo
llevar la mano de iris
a tu sexo,
y arreglar indolente
el almohadón del cielo.
Viento del Sur,
moreno, ardiente,
llegas sobre mi carne,
trayéndome semilla
de brillantes
miradas, empapado
de azahares.
Pones roja la luna
y sollozantes los álamos cautivos, pero vienes
¡demasiado tarde!
¡ya he enrollado la noche de mi cuento
en el estante!
¡Esa guirnalda! ¡pronto! ¡que me muero!
¡Teje deprisa! ¡canta! ¡gime! ¡canta!
que la sombra me enturbia la garganta
y otra vez viene y mil la luz de enero.
Entre lo que me quieres y te quiero,
aire de estrellas y temblor de planta,
espesura de anémonas levanta
con oscuro gemir un año entero.
El viento explora cautelosamente
qué viejo tronco tenderá mañana.
El viento: con la luna en su alta frente
escrito por el pájaro y la rana.
El cielo se colora lentamente,
una estrella se muere en la ventana
y en las sombras tendidas del naciente
luchan mi corazón y su manzana.
I
Norma de ayer encontrada
sobre mi noche presente;
resplandor adolescente
que se opone a la nevada.
No pueden darte posada
mis dos niñas de sigilo,
morenas de luna en vilo
con el corazón abierto;
pero mi amor busca el huerto
donde no muere tu estilo.
Largo espectro de plata conmovida
el viento de la noche suspirando,
abrió con mano gris mi vieja herida
y se alejó: yo estaba deseando.
Llaga de amor que me dará la vida
perpetua sangre y pura luz brotando.
Grieta en que Filomela enmudecida
tendrá bosque, dolor y nido blando.
Mi corazón, como una sierpe,
se ha desprendido de su piel,
y aquí la miro entre mis dedos
llena de heridas y de miel.
Los pensamiento que anidaron
en tus arrugas, ¿dónde están?
¿Dónde las rosas que aromaron
a Jesucristo y a Satán?
La tarde equivocada
se vistió de frío.
Detrás de los cristales
turbios, todos los niños
ven convertirse en pájaros
un árbol amarillo.
La tarde está tendida
a lo largo del río.
Y un rubor de manzana
tiembla en los tejadillos.
Caracoles negros.
Los niños sentados
escuchan un cuento.
El río traía
coronas de viento
y una gran serpiente
desde un tronco viejo
miraba las nubes
redondas del cielo.
Niño mío chico
¿donde estás?
Te siento
en el corazón
y no es verdad.
Agua, ¿dónde vas?
Riendo voy por el río
a las orillas del mar.
Mar, ¿adónde vas?
Río arriba voy buscando
fuente donde descansar.
Chopo, y tú ¿qué harás?
No quiero decirte nada.
Yo…, ¡temblar!
No quiero ser poeta,
ni galante.
¡Sábanas blancas donde te desmayes!
No conoces el sueño
ni el resplandor del día.
Como los calamares,
ciegas desnuda en tinte de perfume.
Carmen.
Cada canción
es un remanso
del amor.
Cada lucero,
un remanso
del tiempo.
Un nudo
del tiempo.
Y cada suspiro
un remanso
del grito.
Para Alfonso García Valdecasas
La luna gira en el cielo
sobre las tierras sin agua
mientras el verano siembra
rumores de tigre y llama.
Por encima de los techos
nervios de metal sonaban.
Aire rizado venía
con los balidos de lana.
La sombra de mi alma
huye por un ocaso de alfabetos,
niebla de libros
y palabras.
¡La sombra de mi alma!
He llegado a la línea donde cesa
la nostalgia,
y la gota de llanto se transforma
alabastro de espíritu.
¡Oh, qué antiguo sentimiento!
¿De qué me sirve, pregunto,
la tinta, el papel y el verso?
Carne tuya me parece,
rojo lirio, junco fresco.
Morena de luna llena.
¿Qué quieres de mi deseo?
Por las orillas del río
se está la noche mojando
y en los pechos de Lolita
se mueren de amor los ramos.
Silencio de cal y mirto.
Malvas en las hierbas finas.
La monja borda alhelíes
sobre una tela pajiza.
Vuelan en la araña gris
siete pájaros del prisma.
La iglesia gruñe a lo lejos
como un oso panza arriba.
Tu voz regó la duna de mi pecho
en la dulce cabina de madera.
Por el sur de mis pies fue primavera
y al norte de mi frente flor de helecho.
Pino de luz por el espacio estrecho
cantó sin alborada y sementera
y mi llanto prendió por vez primera
coronas de esperanza por el techo.
Quiero llorar mi pena y te lo digo
para que tú me quieras y me llores
en un anochecer de ruiseñores,
con un puñal, con besos y contigo.
Quiero matar al único testigo
para el asesinato de mis flores
y convertir mi llanto y mis sudores
en eterno montón de duro trigo.
Quiero llorar mi pena y te lo digo
para que tú me quieras y me llores
en un anochecer de ruiseñores,
con un puñal, con besos y contigo.
Quiero matar al único testigo
para el asesinato de mis flores
y convertir mi llanto y mis sudores
en eterno montón de duro trigo.
Nuestro ganado pace, el viento espira
Garcilaso
Era mi voz antigua
ignorante de los densos jugos amargos.
La adivino lamiendo mis pies
bajo los frágiles helechos mojados.
¡Ay voz antigua de mi amor,
ay voz de mi verdad,
ay voz de mi abierto costado,
cuando todas las rosas manaban de mi lengua
y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo!
Mi niña se fue a la mar,
a contar olas y chinas,
pero se encontró, de pronto,
con el río de Sevilla.
Entre adelfas y campanas
cinco barcos se mecían,
con los remos en el agua
y las velas en la brisa.
Quisiera estar en tus labios
para apagarme en la nieve
de tus dientes.
Quisiera estar en tu pecho
para en sangre deshacerme.
Quisiera en tu cabellera
de oro soñar para siempre.
Que tu corazón se hiciera
tumba del mío doliente.
Lucía Martínez.
Umbría de seda roja.
Tus muslos, como la tarde,
van de la luz a la sombra.
Los azabaches recónditos
oscurecen tus magnolias.
Aquí estoy, Lucía Martínez.
Vengo a consumir tu boca
y a arrastrarte del cabello
en madrugada de conchas.
Esta luz, este fuego que devora.
Este paisaje gris que me rodea.
Este dolor por una sola idea.
Esta angustia de cielo, mundo y hora.
Este llanto de sangre que decora
lira sin pulso ya, lúbrica tea.
Este peso del mar que me golpea.
No te lleves tu recuerdo.
Déjalo solo en mi pecho,
temblor de blanco cerezo
en el martirio de enero.
Me separa de los muertos
un muro de malos sueños.
Doy pena de lirio fresco
para un corazón de yeso.
Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.
Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.
No quise.
No quise decirte nada.
Vi en tus ojos
dos arbolitos locos.
De brisa, de risa y de oro.
Se meneaban.
No quise.
No quise decirte nada.