Fin de año en el frontón Madrid de César Antonio Molina

Me la encontré,
era una camarera en el Frontón Madrid.
Era la encargada,
o tal vez la propietaria.
¡No lo sé!
El caso es que yo estaba allí
deambulando,
sacado de la cama por unos amigos,
festejando no sé qué que no quería.
Estaba perdido
como cuando en un bosque,
al atardecer,
se filtran cientos de rayos diversos.
Era una sombra a la que abrazar.
Todo flotaba como ramas de abedules.
Éramos dos extraños que coinciden de pronto,
dos espías que,
a partir de entonces,
se vigilan desde el frío.
Ella lo hacía mientras cortaba las entradas,
contaba los cupones de las bebidas,
o daba órdenes a quien ponía música.
Ni me molestó,
ni habló.
Lo cual no es nada sorprendente.
Una persona no suele hacerlo en semejantes circunstancias.
Todo lo más
una inclinación de cabeza 0 algo así.
Un suspiro que hinchó su pecho de matrona.
Al mirarla, desde un ángulo del mostrador,
la vi sin ropa,
translúcida.
Cada parte de su cuerpo parecía pertenecer
a una edad distinta,
a otros cuerpos.
Su pubis brillaba ralo entre la botillería.
Sonreía su caverna dentada con cristales.
El rubor me hizo huir escaleras arriba.
Quién podía pensar que en una noche de tanta vida
se tratara de la Muerte.
Y lo era
cuando la miré.
¡Sin duda!
Aunque pareciese una modelo, avanzando y retrocediendo,
girando sin cesar entre el mostrador como por una pasarela.
O una chica de alterne que necesita hacerse querer,
dejarse
rozar
por la clientela que paga.
Aquel lugar parecía un ring inmenso
en donde se luchaba cuerpo a cuerpo,
sin reglas,
pues el amor las desconoce.
En las paredes,
grandes fotos de antiguos pelotaris famosos.
¡La fama de América!
Aquel manco,
¡toda la vida lanzando piedras contra el vacío!
El Frontón Madrid
es un discreto edificio visto desde fuera.
Por dentro,
un mascarón desarbolado.
De espaldas da a un cine
especializado en películas de terror
que,
a su vez,
linda con una iglesia dieciochesca clausurada.
Las almas que habiten este último inmueble
deben compartir su pena con hombres lobo,
enanos malvados, seres peludos innombrables…
E incluso
hasta con el
Maligno,
cuyo número ahora mismo confundo
con el teléfono de algún impostor.
Y lo que es peor,
con esos golpes sin límite del pelotari manco
tratando de hacerla pasar por el aro de un agujero negro.
Así,
se puede decir
-con toda seguridad-
que la manzana del Frontón Madrid
estaba podrida.
Un purgatorio.
Y todas estas ánimas errantes, entre las que me encontraba,
festejando su quemazón.
Y yo estaba allí
-con cota y escudo-
recorriendo su topografía,
como un vecino intruso que va subiendo las escaleras,
que son unos lugares más privados
de lo que uno pudiera imaginar.
En un descanso,
bajo un túmulo,
oculta en un matorral de plantas de plástico,
se dejaba como a una presa pelar sus mallas.
Su tesoro parecía defendido por un reptil fogueante.
Y el vaso robado,
el grial hirviente
entre sus cálidas llamas y el pútrido aliento.
En lo alto,
¿una mujer o una sierpe?
envuelta en los focos.
Los corazones al fuego
-vuelta y vuelta-
¿si Ella se comiera esa sangre de vida?
Pero ahí estaba
a la vista de todos,
a la jineta.
Y yo a la sombra del árbol.
Sus dientes centelleaban como pepitas de oro.
Hasta me reconfortó,
perdido
entre aquellos sollozos
que agitaban el ancho mar de carnes,
asistir desde la costa a los esfuerzos del otro.
Y de repente,
el verdugo desenvainando sus manos la abofeteó
y vino rodando a caer hasta mis pies como un río de agua.
Debería haberla ayudado,
¿pero entonces?
Me miró conmovedoramente.
¿Fue su ojo de cristal
lo que me hizo pensar en ella como en la Muerte?
¡No!
No había nada sorprendente en su ojo,
ni en sus labios que sangraban como cualquier animal degollado,
ni en su sexo que temblaba como la boca de un rumiante.
¡No!
No había nada extraño en aquella huella de mi antigua llama,
en aquella sármata
que iluminaba con un brillo metálico su placer.