«¿De nuevo hundido en los astros,
en las nubes, en los cielos?
Por lo menos, no me olvides,
alma y vida de mi vida.
En vano los arroyuelos
juntas en tu pensamiento
y las campiñas asirias
y la tenebrosa mar;
las pirámides vetustas
que alzan sus puntas al cielo.
¡Para qué buscar tan lejos
tu dicha, querido mío! »
Así mi niña me hablaba,
dulcemente acariciándome.
¡Ella tenía razón!
Yo reía, sin embargo.
«Vámonos al bosque verde,
donde las fuentes del valle
lloran y la roca puede
precipitarse al abismo.
Allí, en lo claro del bosque,
cerca del junco tranquilo,
bajo la serena bóveda
del moral nos sentaremos.
Y me contarás los cuentos
y me dirás las mentiras;
yo, con una margarita
comprobaré si me quieres.
Y bajo el calor del sol,
roja como una manzana,
tenderé mi cabellera
para cerrarte la boca.
Si tú acaso me besaras,
nunca nadie lo sabría,
pues debajo del sombrero,
¡eso a quién puede importarle!
Cuando a través de las ramas
salga la luna de estío,
tú me enlazarás del talle,
yo me prenderé a tu cuello.
Bajo el techo de las ramas,
al descender hacia el valle,
caminando cambiaremos
nuestros besos como flores.
Luego, al llegar a la puerta,
hablaremos en lo oscuro;
que nadie de esto se ocupe;
si te quiero, ¿a quién le importa? »
Un beso más… y se ha ido.
¡Yo quedo bajo la luna!
¡Qué hermosa es y qué loca
es mi azul, mi dulce flor!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Tú, maravilla, te fuiste,
y así murió nuestro amor .
¡Flor azul, oh flor azul!…
¡Qué triste que es este mundo!
Versión de Rafael Alberti y María Teresa León