Enmarcada en rectángulo de sombras
como de una ventana en el vacío
mi cara adolescente me contempla.
Viene de lejos la mirada limpia
bajo el ala extendida de las cejas
y se arrodilla, tímida, en los labios.
Limpia mirada en la que cae el mundo
redondo como gota de rocío.
Me confronto distante en esa imagen
mejillas con pelusa de durazno,
y un hoyuelo infantil como si un ángel
hubiera hundido un dedo pequeñito.
En el vaso del cuello la premura
del latido invisible que enraíza
el diminuto pie a las manos finas;
palidez matinal bajo la noche,
partida en dos, de relucientes trenzas.
Cinco años están fijos esos rasgos
hundiendo la ventana del vacío.
Mientras tanto llovieron muchas lágrimas
cinceles en la pulpa de la vida.
Un expectante albor flota en el rostro
pero de norte a sur, de este a oeste,
tormenta en primavera hirió mi frente.
En la mística boca arrodillada
desangró el beso la evidencia humana.
Mis pies danzaron, y mis manos saben
las formas de la arcilla atormentada.
Mi garganta latió su pulso cálido
en latigazo y en caricia.
Una ausencia, una muerte y una vida
desdibujaron el retrato antiguo.
Estoy ahora como he sido siempre
y como nunca más habré de ser.
Estaba escrito todo en hoja blanca.
Aprendo a deletrear mi adolescencia;
y sólo podré leer mi vida toda
cuando, como hoy me miro en el retrato,
pueda, un día, mirarme desde el marco
sereno, inmarcesible de la muerte.