El gato no se sube a la mesa,
ni menos a las siete de la tarde
cuando en julio comienza a oscurecer.
Ronda por toda la casa, inquieto,
buscando el paso entre el día y la noche,
asuntos diferentes de tratar.
Ha comido, ha bebido, ha dormido
su porción de reposo de las horas de luz
y ahora se prepara para cumplir
su profesión minúscula de gato de la casa.
La sociedad con la que trata
mientras el sol empuja al mundo
dobla su servilleta cotidiana
y ya no pide más para alimentar su fantasía.
Él abre el socavón de su alma.
En algún rincón de la morada
se fabrican las verdades jugosas
y el gato, que lo sabe, sin estorbos morales
se apresta a mordisquear, goloso,
la carne sabrosa de la noche.