El amor es una yema que acercas de noche. No tarda en hacerse instrumento de acariciar a la altura de los labios (escurres una leche; parpadea lo blanco, me abro de par en par). Ahí instilas el perfume, me inoculas (nada que ver con la sangre). Lo recibo de quemadura benigna, como si unos vapores de aguardiente me cubrieran las llagas.
Eso que llamas numinoso me penetra (vaya rito de seducción). Lo que te queda de blanco se me acumula como nieve ante una puerta y se vuelve grumoso. Luego me duermo y sueño con un ataúd pequeño, demasiado corto para nosotros.
Como tienes completa la parafernalia de boca, sabes hacer de todo: besar, hablar, gritar. Yo me enamoro al instante de tu lengua. Espero tu beso, sabiendo que tal vez me vas a amputar algo, y se escurren de nuevo tus labios como esponjas. ¿Por qué siento que me cortan en el lugar más tierno?
Me resigno. Tus palabras son suaves como ramas recién salidas, de corteza joven, no esa piel dura de los árboles viejos. Cuando el diluvio menor llega a su fin, la sangre casi es violeta: gotea como savia de arce perforado.
Tu boca es capullo: no la veo en tu rostro sino más abajo.