Oh la hermosura de la luz,
que habla
sin palabras, y toca
sin llegarse, y nos sabe
aromar sin ser jara ni de rosa
forma o tinta mostrar. Oh la frescura
de la luz, río ancho,
lago profundo, alta
cascada, arroyo armónico
de sombra y de trinos
de hojas verdes
y alguna que se cae
marchita. Oh la ternura
de la luz que, pudiendo
cegarnos, sus profundos
ojos anida entre su propia alada
cabellera inmortal, que nuestro paso
aligera, pudiéndonos dejar
marchitos en el valle, que nos cura
los recuerdos más próximos
para que la podamos saludar
junto ala muro caído. Oh la cordura
de la luz, que nos deja desvariar
mientras ella sonríe
en el verde del junco, de la avena
en el ramo inclinado, y llora un poco
en la plata que arrastra
la brisa; que prefiere
repartirse en lo claro de lo oscuro
de la sazón. Oh la dulzura
de la luz que se aparta
al paso de la muerte
y, al punto, es más sustento
y más sabor -abeja
intangible y discreta
que de sí hace su miel-. Oh la figura
invisible y cambiante
de la luz, vista siempre
hacerse más y más
hermosura, más luz entre su luz.