Cuando eras una joven indefensa
con aquel cuello frágil levantando
la lozana cabeza en que esplendía
el amplio sol su dulce arrobamiento,
y cual pájaro o flor que nada teme
abre al espacio el curso de sus alas
o sus pétalos tiñe ardientemente
con el claro rubor de su existencia,
entonces te canté como si hermana
fueras de mi ilusión, y en tu regazo
fraternal vuelo alzaba contemplando
esa faz adorable. Era aquel tiempo
en que tus ojos garzos me miraban,
del color de los bosques, y surgías
toda tú cual un árbol silencioso
llevándome contigo lentamente
hacia la esbelta copa en que soñaban
las misteriosas aves matutinas.
Allí la transparencia deseada
de miles de deseos tentadores
brillaba como engaño delicioso,
y una invisible mano removía
mis cabellos cual eco prematuro
de los desordenados sentimientos
que el amor transportaba entre sus brazos.
¡Ah, lenta violencia de mi vida,
trastornadora gracia del abismo,
ese negro principio originario
que trepa con tu verde savia alada
el confín sin medidas! ¡Dónde fueron
los que como racimos se mecían
en nacarado aire, tallas ubres
de una vitalidad encantadora,
entre las hojas mágicas de fuego
de aquel festín? ¿En dónde han escondido
sus verdes oleadas de cenizas
esas fragantes rosas tentadoras,
como senos de virgen que se han ido,
dejando sobre el tallo que las tuvo
sólo una sombra gris y porfiada?
Tu color se ha mudado, criatura,
el encendido rostro del que vive
esa ascensión incólume y hermosa
pasa de aquel fulgor del oro vivo
a este gris terrenal que esparce ahora
sobre tu sien la angustia de unas alas.
Postreras alas, cumbres que nos llevan
hacia dentro en un vuelo inesperado,
por extrañas regiones invisibles,
más allá de los lindes de la tierra,
aquí en el fondo mismo del abismo
donde mi vida vive su existencia.
Vuelve hacia mí tus lágrimas sombrías,
fraternal resonancia de ancho seno,
antigua jovencilla ilusionada
cuyos largos cabellos aún evocan
aquella brisa errante. Ahora el hermano
tiende a tus pies las viñas de amargura
y en derredor los campos que florecen
leves lirios oscuros se preparan
a vernos enlazados como amantes
cruzar las blancas crestas de la tierra
por donde están las uvas que no apagan
el eterno sabor incandescente
de su fértil amargo. Allí te esperan
más que tus rosas, ¡oh hija de la carne!,
calladas violetas vespertinas
sobre las cuales vamos densamente
uno hacia el otro, amándonos confusos,
en el cálido soplo que nos lleva.