Marchita su belleza en esquinas oscuras,
su cuerpo corrompido de gusanos de noche,
asediado de heridas, temblores y tumores
ya no quiere vivir, desnudo y desterrado
se aleja de los suyos. Agobiado de grietas
es difícil mirarse en el espejo
y ver una carroña sin forma ni esplendor,
pergamino sonoro su piel en de profundis,
la cicatriz de la barbarie iluminada.
Imposible salvarse de esta guerra
nivelando sus dedos de ungüentos y pomadas,
poniendo contrafuertes a su cuello,
sus vidrieras borrosas de luz ronca,
un nido de serpientes reptando por su nuca.
¿Cómo vivir de ser el contemplado a contemplar,
de vender su hermosura a tener que comprarla,
de ser incendio a estar petrificado,
rebosante de vida a sentirse cadáver?
Se sienta en la muralla del recinto,
antes fortificado y defendido,
esconde los juguetes venenosos,
acaricia la miel de las ventanas
y mirando la torre enmudecida,
la gran plaza vacía, espera al enemigo,
ya perdida la llave del deseo,
que regrese de noche y fusile a traición
su sangre sulfurada de metralla roída.