No encuentro dónde poner el grito, ni bote donde líquido echarlo,
ni cajón, ni hoyo de topo, ni capullo, ni bolsillo, ni confesonario;
abro una máscara atrevida que ni vista de cerca ni de lejos es serena;
doy un paso tras otro conteniendo la respiración a duras penas.
Me está ocurriendo todo, la vida y la muerte me suceden de pronto
como carros de heno, como pacas de algodón, todo inflamable, peligroso.
Ay de tantos días perdidos en buscar una campana con sonido brillante.
Ay de tanta molicie corrompida, tanto espérame tantito. Ay, carajo,
me están llegando a la garganta los clavos en que colgué mis años juveniles,
la cresta melindrosa de la fantasía, la purgadísima nostalgia.
Un seco escudo de cuero curtido con sangre, ajo, vinagre y agua sucia
cuelga tras de mi puerta y dice agarra, agarra, defiende tu casa,
tira, ataca, rompe, descuartiza, cava el pozo de limpias aguas,
talla tu cántaro, trenza tu cuerda, distribuye tus tiestos de malvones.
Un jueves me pongo a preguntar y me miro las manos, cabeceo y sudo;
me caen pesados los párpados y a golpes los levanto: ¡a mirar, a mirar!
La turbia, la enojosa mano derecha se me quiere esconder,
no quiere nada con la vida, ni acariciar muros, ni acariciar palomas,
ni acariciar el chorro del agua, ni la tela, ni el ladrillo, ni el musgo.
Mano de parafina, mejor que te derritas;
mano de humo, te soplo; manita consentida, huyo de ti.
La luz de mi señor está encendida; de seguro trabaja por salvarme;
está tallando madera, hilando lanas ásperas para envolverme,
cinglando duros fierros en la fragua de su potente humor,
haciendo, haciendo, con el sueño de mi grito en un ojo de su cara, por salvarme.
Me asomo y la estufa que da ese calor me compromete, es combustible mi alma;
me voy, me voy; voy a ser llamita, canción con lumbre o fuego eterno.
Y otra vez abro la mano para ver si ya puedo con las duras uñas que me dejé crecer
desbaratar el nudo que tengo en la garganta.