¿Pero dónde, dónde has de compartir mi nada, mi momento
de magia novicia del humo que en vilo remontará
la altura fehaciente de los universos? ¿Dónde el secreto
azaroso de mis restos moverá un espasmo al pasar
como caricia sin víspera tus desahogados cabellos?
Poemas de Jorge Fernández Granados
El cazador sabe el truco para apresar a las alondras:
Cubre una mediana esfera con espejos y la sostiene
de la rama más alta de un árbol. Cuando la luz la toca
la esfera es una flor de agujas luminosas y somete
la borrosa voluntad, el fuego sutil de las alondras.
Carne de la fiebre diminuta donde el rencor olvida,
tierra al fin donde medra el regocijo austero del amor,
cien veces herida por la eternidad, larva fugitiva,
cien veces cien más en el centro de un insaciable sabor.
No me acompañes a la muerte, carne, extingue mi semilla,
quema en el bostezo de una remota playa mi calor:
déjame volver hasta el silencioso lecho de la arena
y olvídame (helado hilo de viento), si aún estoy en vela.
Corazón tan astuto del placer, que inocula y engaña
la estricta soledad de los amantes con su raro bálsamo,
con su minuciosa muerte de caricias y blandas brasas.
Placer casi sumiso y siempre inabatible, despojado
de sí mismo, preñado de vacío, furor que escapa,
que reclama su tormento de fugacidad en lo amargo
más amargo de la espera hacia la muerte: licor de todos
–corazón astuto del placer–, licor de los siete rostros.
Opaca carne, diaria chispa, ven en la hora de la muerte.
Devórame sin paz donde del éxtasis la brava lengua
se entreduerma gigante e inalcanzable. Sangre que arremete,
asalta el molino de voces que aprieta mis mudas venas
para rezumar el licor de la fragancia que perece.
Soliloquio del amor en su espejo doble de pupilas.
Ella es la tierra tejida en rúbrica espiral de raíces.
Él es el viento y sus inacabables potros de conquista.
Mueve el follaje de sus manos el chisporrotear de estirpes
aún dormitantes en la bronca sed de sus propias semillas.
Sucesos de este mínimo buscar donde reconocemos
lo oscuro del calor, el canto de las formas acopladas,
el énfasis del ritmo, la curva arenosa de los cuerpos
reptando con su pálido sabor de ofrendas mutiladas.
Grotescas gemas más allá del mundo, más allá del eco,
centrífugas aguas de la aniquilación y la cascada,
turbulencia azul donde la razón se ausenta y se arrodilla
a este instinto sucesivo, gota en la miel de la caída.
Tu breve chispa de eternidad tiene apetito de sombras.
Escala la fuerza un torbellino entre cálidas cinturas.
Acorta el encuentro de epitafios insensatos. Remoja
el jade limpio de tus ojos. Anochece las hechuras
que el fuego labró en los decisivos escombros de tu boca.
Un esplendor oscuro bajo el deleite de profanarte
esta noche de cristales de algún fulgor desamparado
sobre la súbita espesura de tu más profunda carne.
La inocencia es el licor que, sorbo a sorbo, embruja las manos
sin otro ultraje que el más profano silencio de buscarte.
¿A dónde voy entonces sino a ti placer, a ti morir?
¿A dónde lleva lo más profundo que esconde mi desear?
Si la llama al arder consume, el instante que recogí
del árbol de la vida el simple fruto de la muerte da.
Cuando inabarcable tu voz se cumple como el primer día
no es palabra esa voz, no tiene rostro de oscilante esfinge:
es turbulencia coloidal de apetitosas llamas químicas,
masa de lo mutante en su amargor confuso que repite
la selva de sus vivientes aguaceros, las desvalidas
formas de su vértigo y el pasmo del tacto que las ciñe.
Quizá no hay más amor del que cabe una noche entre la manos
Quizá un hombre y una mujer jamás llegan juntos al cielo.
Son el oleaje y musgo que le pega plumas a sus brazos,
apenas plumas de furia que se deshacen en el viento.
Dios, agazapado en el accidente nómada del juego,
se disuelve mudo y huraño en su profana contingencia,
ronda los escondrijos matemáticos y asalta el rezo
como un puro duende legendario que ríe sin respuesta,
un anacoreta menor de los desvelos en el vértigo
de los químicos vocablos que balbucearon las estrellas.
Sobre un acantilado las águilas guardan Montsalvat,
la cúspide en ruinas que alojaron los muros del castillo.
Ahora sólo el viento punza la sinfonía del eco y habla
contando la leyenda a las nieves latinas de los riscos.
La luna encumbra su vórtice de emblemas sobre el alcázar
y tensa los hilos del telar donde escapaba su frío,
junto al pecho iluminado por la ofrenda de otro regreso,
rumbo a la soledad, cuya pureza prometía el encuentro.