Alondras que mueren deslumbradas (I) Carne de la fiebre

Carne de la fiebre diminuta donde el rencor olvida,
tierra al fin donde medra el regocijo austero del amor,
cien veces herida por la eternidad, larva fugitiva,
cien veces cien más en el centro de un insaciable sabor.
No me acompañes a la muerte, carne, extingue mi semilla,
quema en el bostezo de una remota playa mi calor:
déjame volver hasta el silencioso lecho de la arena
y olvídame (helado hilo de viento), si aún estoy en vela.

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Alondras que mueren deslumbradas (I) Corazón tan astuto

Corazón tan astuto del placer, que inocula y engaña
la estricta soledad de los amantes con su raro bálsamo,
con su minuciosa muerte de caricias y blandas brasas.
Placer casi sumiso y siempre inabatible, despojado
de sí mismo, preñado de vacío, furor que escapa,
que reclama su tormento de fugacidad en lo amargo
más amargo de la espera hacia la muerte: licor de todos
–corazón astuto del placer–, licor de los siete rostros.

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Alondras que mueren deslumbradas (I) Sucesos

Sucesos de este mínimo buscar donde reconocemos
lo oscuro del calor, el canto de las formas acopladas,
el énfasis del ritmo, la curva arenosa de los cuerpos
reptando con su pálido sabor de ofrendas mutiladas.
Grotescas gemas más allá del mundo, más allá del eco,
centrífugas aguas de la aniquilación y la cascada,
turbulencia azul donde la razón se ausenta y se arrodilla
a este instinto sucesivo, gota en la miel de la caída.

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Montsalvat (Fragmentos)

Sobre un acantilado las águilas guardan Montsalvat,
la cúspide en ruinas que alojaron los muros del castillo.
Ahora sólo el viento punza la sinfonía del eco y habla
contando la leyenda a las nieves latinas de los riscos.
La luna encumbra su vórtice de emblemas sobre el alcázar
y tensa los hilos del telar donde escapaba su frío,
junto al pecho iluminado por la ofrenda de otro regreso,
rumbo a la soledad, cuya pureza prometía el encuentro.

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