(Entré al atardecer, con sol perdido)
El patio lloraba una estatua vacía.
Profundos caballos de polvo viajaban
hacia los lugares más vagos del moho.
Un hoyo remoto pasaba a la nada.
El vacío entraba con sus muchedumbres
y con sus inmensas campanas ya mudas.
Oí un paso dado en otra centuria
y ví en una cisterna el muñón de mi alma.
Un viento blanquísimo dormía doblado
en un seco lienzo de aves olvidadas.
Un reloj yacía en ácidos profundos
y el peso de un pájaro recorría el muro.
Una niña muerta soñaba en un cuento
dicho desde una alta ventana de niebla.
Hacia atrás viajaba un abecedario,
los días antiguos eran los primeros
por una pequeña compuerta de naipes…
(En un muro blanco, hallé esta leyenda:
«El 7 de marzo murió María Eugenia» ).
Arriba en la tarde flotaban obispos
con lámparas llenas de azufre y de trigo.
Arriba en la tarde,
y no era yo mismo el que había vuelto.
Era un extranjero al que a veces lloro
y en el que ya he muerto…