I
Nube sombría, grávida de noche,
que enluta los oleajes del invierno,
así su frente; cejas enemigas
roban la escasa lumbre a sus ojuelos.
Y es su sonrisa como un alba fúnebre.
Y es su ademán como un blandir de hierros.
La boca innoble y ávida destila,
-fruto de Satanás- hondos venenos.
Mas en la sombra y el callado instante
del suspirar, del anhelar sereno,
cuando tiemblan los astros en las aguas
y está en los pozos el caudal del cielo,
el hombre aquel inclina la cabeza,
oye un tumulto lírico en su pecho,
y sus ásperas formas armonizan
del mundo con el plácido concierto.
¿En dónde está la gracia
de un rostro que yo he visto?
II
Muertos lagos nocturnos, en sus ojos
la claridad del valle se destiñe,
y la encendida, innumerable tierra
en borrosos espectros se deslíe.
Las mieles del amor entre sus labios
congela un viento soporoso y triste;
opresa de los músculos su alma
tan sólo amargos pensamientos rige.
Pero después, en las purpúreas horas
en que la tarde, conmovida, rinde
sus violetas al mar, y en los pinares
ardiente soplo de inquietud imprime,
ella, la joven lóbrega, se incendia
en albas de suavísimos matices,
mientras -cautivo de visión gozosa-
más allá de la tarde un niño ríe…
¿En dónde está la gracia
de un rostro que yo he visto?
III
Tétrica faz, indómitos mechones,
mano inhábil y lúgubre sonrisa…
Como arroyo que fluye entre los légamos,
su sangre es tarda, perezosa, fría.
La ancha cabeza intonsa mal sostienen
los desmedrados hombros; pensaríais
que se engendró del sueño con que tornan
las viejas de las fúnebres vigilias.
Pero decidle una palabra dulce,
de humano amor con óleos prevenida,
un ritmo que sus nébulas evoque
la visión de una Cólquide divina,
y él arderá como el incienso rubio
puesto a expirar entre las brasas vivas,
mientras su faz anémica se enciende
con la hermosura de mil rosas íntimas..
¿En dónde está la gracia
de un rostro que yo he visto?