La orilla de Pavel Oyarzún Díaz

A mi madre, Inés Díaz Sotomayor

Arrojados de la infancia
—lugar de ninguna muerte verídica—
pierdo los ojos en el intento,
con la cabeza vuelta.
Volver la vista es un gesto de naufragio.
Nadie vuelve hasta allá realmente.
La orilla se va alejando a una velocidad asombrosa,
como así de veloz es el muro de bruma intensa
que se levanta desde el límite exacto a las alturas.

Nunca más se vuelve a poner un pie
en los parajes de la infancia,
esa es la pura y santa verdad.
No vamos desde la luz hacia la luz,
hay que aceptarlo.
Nadie sale de aquel sitio por su propia voluntad.
Nadie llega hasta la orilla y cruza el límite
como un cordero de Dios:
Todo exilio es a culatazos.
Todo exilio enfurece el aire.
Todo exilio es miedo y delirio al mismo tiempo.

Volver la vista es un gesto de naufragio.
Un gesto instintivo hacia la tierra firme
de la primera luz
y de la madre que se queda allá,
como un sol fijo en el cielo de allá,
porque ése es, a fin de cuentas,
el prodigio de la madre,
ésa su ciencia oculta,
ésa su ternura desesperada:
no irse con uno, sino quedarse en la orilla
llamándonos.