La patria vieja de Alejandro Aura

I

Hagamos las paces;
que sea testigo el sol de que la voluntad de ser bueno
y la ilusión comercial de ser malo
nada tienen que ver con la desnuda tentación
de decir que la vida que pasó por nuestras manos
fue sencillamente buena.

Éste es otro septiembre y el clima es claro;
las pasiones a que está sujeta el alma
aflojan la tensión sonriendo complacidas:
Haz tu día y tu noche encuerado como un ángel,
sopla el cuerno.

Entonces miro mi cara seca como pantalla de asombro
y creo que está bien.
Maravilla es que viva,
que palpite tan fuerte este corazón solo,
que tenga ganas de decir a cuatro voces
que quiero continuar el juego.

Qué sabroso menearse suave bajo el sol elefante
cuando la vida está en un puño
y todo lo que nos lastima y nos alegra
está en un cesto de flores
sobre el que orinamos con placidez.

II

Me hundo en el gris corazón urbano de la lluvia,
¿y qué humo me detiene?
¿Qué amago me haría retroceder
si ya me di a la germinación todo dispuesto?
Aquí grito empapado por el gusto de gritar;
me voy a la serenidad última con mi regalada gana;
envuelto en hulla y barro creo por fin que la vida fue por algo
¿qué importa si entiendo, miserable de mí,
los destinos de la sal y del cobre?
Soy una cosa que además de morirse
se puede recostar en un pecho verdadero.
Lo horrible hubiera sido no volver jamás,
quedarse donde nos aplaudían a rabiar.
Oh espléndidas cadenas que me ha atado al goce
sin negarme la pena,
sigo siendo el que canta aturdido de mundo.

III

¿De qué hablas? –dice un pájaro enjaulado.
Y no me dejo; doy vuelta a la nefasta lágrima,
meto la mano en la jaula
y con sangre caliente que fue trino
le hago mi ofrenda al sol.
Soy yo el que revienta las cuerdas leves del arpa.
¡Jodida poesía!

¿Qué mejor que la tortuosa y rebuscada paz
del que se tira a un pozo
antes que correr el peligro
de que sus armas se enamoren de las armas contrarias?

A la danza no todos entran.
Sólo la música es perfecta
y se cuela en el hombre como plomo derretido.
Ningún peligro mayor que la ironía
que transforma en luz las llagas de los martirizados.

¡Gloria a las escenas pintorescas
que sin escrúpulos se dejan pintar en el paisaje!
¡Gloria al sol que evapora el agua del rencor
y nos deja perfectamente secos!

IV

El depravado pan me da las buenas noches
y entra con su migajón al juego.
No dice, pero bien que diría:
yo soy la panza truculenta del mundo,
yo soy el único dios y la memoria de Dios.

Me hincho, se me escurre una lágrima,
se me olvida mi nombre, niego la limosna,
exijo en un sólo acto que sea reconocida
mi incompleta necesidad de amor.

Anoche dormí hecho una furia, sin sueños,
rabioso contra mi cuerpo dormido;
en toda la noche no me abandonó la ira.
Me levanté desnudo como el primer hombre del mundo
y dispuesto a pactar.

Hice un tabernáculo en la cocina
para adorar al padre pan
y lo dejé sobre la mesa de altar al descubierto,
a la humedad, al aire, a las moscas,
al moho y al orín.

V

Me pregunto hasta dónde sería capaz
de llegar mi perfección
pues no hay razón para vivir tan secamente;
sería dueño de luces
antes que víctima de un espeso sol
con el que nunca he podido.
Pero hace falta doblar y desdoblar el alma
tantas veces al día para estar en forma
y el miedo empuja tan fuerte hacia la incuria.

El frío de nuevo, la horrorosa pigricia,
la flojera que me dice espérate tantito,
dale tiempo al tiempo, aliméntate bien;
mañana está bueno el día
para saber hasta dónde llega la vida.
No te apures.

VI

He sido siempre yo el que se va,
y siempre con una pinche sonrisita
que me sale del anonadamiento.

Amabilísimo al decir adiós y envuelto en fantasía
soy el que ha dejado su paraíso y su infierno
para que engorden los otros,
y cada vez más flaco, más el puro hueso,
he tratado de inventar que oigo
unos extraños cantos de sirena.

Tampoco era posible, si se ve con calma,
mantener de buena fe un estado serio de cosas
que ya estaban riéndose de mí desde mucho antes.
Ya es inadmisible ser buen hombre ante mí mismo.

VII

¿Qué propongo? Que me acaricie Verónica
hasta que sus manos suavísimas me levanten la piel
y que en la carne viva entierre sus labios gordos
y mastique. ¡Qué propongo!
Mi nombre es Alejandro
y lo cambiaría por volver a estar
perdido en la delicia de creer en la vida.

No es justo que empujemos más
esta carreta que dio tanto ya de sí.
¿Quién inventa una geometría nueva,
algo nunca visto que transforme el sentido lineal
de esta continua mierda?
¿Quién puede poner su inocencia a prueba
decidido a quedarse definitivamente sin ninguna virtud?

¡Qué cosa hincarse ante una mujer
para besarle el vientre
mientras sus ojos se eternizan
y sus manos y sus pequeñas ilusiones
se nos enredan en el pelo
como hijos inquietos que hubiéramos tenido!
¡Que qué propongo! ¡Joder, qué burla!

VIII

En realidad no quiero hacer las paces,
no me doy, burlo al contrario;
este juego me gusta más que la esperanza.

Ya sé que en el momento más inesperado
cae la muerte con cualquier pretexto.

Así que qué me importa.
Tengo manos y pies,
tengo mi boca y mi casa
y las más pequeñas partes de mi casa
están conmigo.

En efecto: me desnudo y me alabo.
Soy señor de la puerta y la ventana,
soy señor de la cocina y el baño
y estoy aquí conmigo discutiendo muy campante
si será mejor poner un biombo
o desechar de plano la idea
de compartir con alguien los floreros,
los cuadros,
las toallas,
las verdades
y las mentirijillas.

IX

Está pues; no terminaré nunca este cuaderno;
a cada paso hay razón para empezar de nuevo,
como si todo lo que se ha dicho
estuviera pendiente de ratificación.

Insisto cada momento en desamar a la vida
a fin de poderme preguntar,
si llego a conmoverme,
qué cosa es lo que tuvo este orden
que no me satisfizo.
Es eso, no me llena la vida.

Las horas que me quedan
¿serán todas como ésta?
¿Serán todas tan inverosímiles como ésta?
¿En todas las que vienen campeará la duda?

Quizás todo se debe
a que es mucho más que tristeza
de lo que esta imbuido mi corazón.

Oh estrella rotísima,
despedazada estrella,
¿en qué momento hubiera sido fácil
elevarse sobre la condición?
¿Ha pasado el instante?

Si es así no queda más que lamentarnos.
Ay, pobre de nuestro amor
para siempre condenado a las bajas esferas,
pobres de nuestras lágrimas de amor;
ay de nuestros ridículos trajes
y de nuestra lengua;
ay, pobres de nosotros los que tenemos sangre y dientes;
pobrecito de mí
que por una milésima de risa inoportuna
no alcancé la humana perfección.

Malhayan mis abundantes pruebas
con las que hubiera querido demostrar
que tengo la verdad
a pesar de las ciencias,
de los partidos políticos,
de las fiestas de quince años,
del arte cinematográfico.

Ay, pobre del que sabe
que ni el más pequeño mendrugo de su alma
alimenta a Dios.

Lamentémonos, pues todo está perdido
y de nada sirve la fragancia de la razón.
Quitémonos de la alegría sabatina
y del goce dominguero.

Hecha con dolor la vida cotidiana
nos va a dar el principio elemental,
el corazón de la fruta,
el agujero instantáneo que hace la piedra en el agua
y en razón del cual podremos comenzar de nuevo
un día
el ejercicio modesto de vivir.