(En la isla de Margarita en Hungría)
Margarita, ¡cuánto sufrimiento empozado en tu alma!
Lo pude ver en la ausencia de tus ojos
y en la permanente humedad de tu mirada.
Yo sé cuán macerada estuvo tu existencia
oí las oraciones que destiló tu ira
y cómo retorciste tu tristeza
Encerrada en esta bella isla del Danubio
escuchaste estos mismos pájaros tan libres
con sus cantos que nunca se sosiegan
y estos árboles poblados de silencio
atisbaron cada uno de tus días.
Y tú, en verdad, nunca entendiste
que tu padre dispusiera de tu vida
para dar gracias a los dioses
por favores que a ti no te concernían.
Yo tampoco entiendo, Margarita,
por qué ha sido tan fácil a los hombres
torcer el destino de las mujeres.
Aun puedo sentir la urgencia de tu piel adolescente
la necesidad inviolable de tu instinto…
Y nadie vino en tu auxilio
y los rezos, los cantos y los pájaros
no fueron suficientes, Margarita…
Sí. Lo sé yo que me visto de tu cuerpo…
Por eso te entregaste al compresor de lluvias y nostalgias
y te inmolaste apresurándote a morir…
Hoy, Margarita, he venido a visitarte
confinada en esta isla, tu desierto,
donde sólo el Danubio te devolvió
una fugaz imagen de la vida.
Hoy, después de tanto tiempo
fui al templo del siglo XIII con tu nombre
y otra vez me revelaste tu dolor.
Por eso te compadezco
y escribo para borrar del presente y el futuro
la posible clonación de tu trágico destino.