Grabada en los peldaños hay la sombra de un hombre.
Estampada en la piedra estará para siempre.
Ha sido inscrita allí por los dueños del átomo.
Como cuando a la muerte un perro aúlla,
así el recuerdo ladra entre los muros,
aúlla hacia una torre negra, triste y quemada.
El hombre ya está muerto, pero la sombra grita:
¿En dónde está mi hombre? ¿ Quién lo ha matado?
Las ruinas se callan, un alambre se enreda
en un cerezo que entreabrió sus flores.
Quiere la primavera, con las piernas quebradas,
lanzarse impetuosa fuera de los escombros,
¡Hiroshima! ¡Quemados, bellos senos
de mujer, en el centro de las llamas, sangrantes!
Tus niños están huérfanos. La sombra grita: «¿ Dónde
están los despiadados que llevando
antorchas cegadoras descendieron
y destruyeron cunas, libros, palas y padres?»
¡Hiroshima! La sombra de un hombre está grabada
sobre una roca, y siempre estará ya en la piedra.
Crece la hoja, luego cae del árbol,
solamente la sombra no puede separarse.
Queda. No se acostumbra a esta ausencia de un hombre
entre los calcinados escombros de las ruinas.
«¿Eres mi hombre, dime?», les pregunta
a todos los que pasan a su lado.
Y ensombrecidos todos le responden:
«No sé, mi pobre sombra, no soy yo… »
Y la sombra contempla, mira siempre
a todo aquel que pasa cerca de ella…
Pasan los transeúntes con su sombra,
unos veloces, otros lentamente.
Queda, sola, la sombra, sin premura.
Miradla, ya sin hombre que la lleve al trabajo.
¡De todos estos seres no hay ninguno
que bajo el sol camine sin su sombra!
La sombra, centinela, está en su puesto,
para siempre jamás está velando
a fin de que no vuelva lo pasado,
de que jamás estalle la tormenta,
de que la llama nuclear no queme
la flor de nuestra humana primavera.