La sombra de los árboles de Eduardo Vázquez Martín

hay que soñar hacia atrás
hacia La fuente

Octavio Paz

Aquí, donde la loma desciende al valle áspera como zacate,
donde la ruina crece y guarda en sus adentros molcajetes sin mano,
arcilla requemada,
desde esta esquina de la calle donde el poder requiere un sastre que
le diseñe la sonrisa
veo crecer el culto a la concentración de las monedas,
a la hoja de lata,
a la imagen de uno mismo en el espejo
expresión cada vez más semejante a otro que no existe.

Mientras el tiempo se hace de piedras que son aire del instante,
alfombra de segundos,
y el río de palabras que van narrando cosas en cada una se dispersan,
algo se nos olvida de cómo se ha formado un salto de agua,
el cauce ancho que tiene un curso lento
sobre el que un día nace un puente,
exponen las ventanas sus habitaciones de sillerías vacías y manteles
sucios,
niños con hilo de pescar descienden a las orillas pardas,
viejos que han visto el río sin puente van despacio y así desaparecen,
cada uno y todos, en su momento,
mirando en la transparencia irregular una vegetación sedienta,
raíces que se abrazan, riñen, beben juntas,
arena que revuelve sus salitres mientras los rostros en el agua se
reflejan.

‘El siglo xx empieza en Sarajevo y aquí termina’, dijo la joven
musulmana.
¿A qué se refería Leijla?
La vi beber cerveza recargada en los codos, fumando,
viva en una tierra embarazada de sus muertos.
De paso por un barrio en ruinas
me habló de su novio armado detrás de una ventana
hecha de filos, cristales rotos.
Hace tiempo, en Salamanca, el abuelo Vicente cargó un rifle y balas
para hincarse después en su trinchera.
Todas las guerras tienen historias parecidas,
heroicidades sobrias como el libro usado.
La abuela María Luisa de eso hablaba poco:
llevaba puesto un mismo camisón zurcido cada día
y en su casa comíamos más de diez personas.
Tenía las manos cariciosas y un vientre inmenso,
sus piernas vegetales zureadas de raíces
la sostenían de pie, paquiderma cansada,
frente a sus cuencos de peltre y sus cucharas.
A veces, si el azúcar le cerraba las arterias,
comía claveles que le llevábamos los nietos
y hablaba de la casa que perdió, de sus hermanas
que bebieron de las copas de los enemigos el licor de la victoria.
La abuela María Dolores
fue una muchacha que actuaba a Doña Inés en el teatro de Baena
cuando se la robó un joven socialista.
Cuenta mi padre que murió llorando,
cansado el cuerpo por dar a luz sus ocho hijos.
Cuenta también que aquella noche se oían más cerca los combates
mientras la madre maldecía nombres de mujeres.
Murió celada en Barcelona unos días antes que Durruti
y el azar quiso los enterraran casi juntos en Montjuic.
Ella que buscó un poco de paz y no la tuvo
es polvo junto a aquel que en un verano
deseó prenderle fuego a las iglesias de España.

Voces gastadas en una sobremesa que demora,
ediciones de pastas rotas y páginas que el tiempo ha hecho amarillas,
nomeolvides en el florero,
la tipografía de los libros sembrada de fuegos fatuos
que fueron flores en la noche.
La guerra en Sarajevo hacía unos meses estaba suspendida,
en las banquetas grises, cubiertas de plomo y de ceniza, barrían las
viejas sus portales.
Entre tumbas cavadas en jardines públicos los niños jugaban a
esconderse:
hierba urbana, verdura tierna que al miedo y a la ira de los hombres
sabe resistir.
El niño que mi padre fue
un día miró a una mosca entrar y no salir de la nariz de un fusilado:
Madrid, 1936.
En esta fecha veo los ojos de mi padre absortos sobre el cuerpo sin
vida de un desconocido
en medio de una ciudad donde las aulas escolares ardían sin maestros
y las calles eran de los jóvenes que antes de morir cantaban
buscando el valor en los labios cortados de las hermanas mayores.
Salvajes con billete de vuelta al siglo diez y seis —dice el poeta
de los niños en la guerra;
ven con tanta claridad en la cara de sus padres la impotencia
que recogen despojos en el desorden de las calles de semáforos sin
luz,
puertas cerradas, casas sin nadie tapiadas en mitad del miedo.

En la frontera de Dobrinja, frente a los uniformes azules de los
chetniks,
sentí a mi bosnio temer mi lado serbio.
¿A qué se refería Leijla entonces?,
¿qué me decía y qué pensé había entendido?
Sarajevo, un paisaje de húmeda montaña,
ahí el filo de una llave como gubia burda
graba también, como en mi calle,
el nítido trazo de un resentimiento vano.
Más allá, en prados que guardan detonantes,
sobre lo hirsuto de la pradera urbana
hombros desnudos de muchacho, brazos de ella,
y sus bocas bordando besos en la carne.
Dos se sorprenden de haberse descubierto
y miran desde su propia perplejidad en la mirada ajena
signos alguna vez leídos como si de lengua extraña se tratara.

La guerra hace a las mujeres más hermosas
y a los hombres más dignos a los ojos de ellas.
Y sin embargo el para siempre que los amantes se repiten,
y el tiempo que se roban para lamerse,
y la sensación de eternidad Que en ese instante los embriaga
cuando cae la noche y sierren que sólo ellos no la duermen,
son en esos tiempos, como el agua, escasa,
traslúcida por no esconder mas. nada.
Olía Sarajevo a un colchón mojado,
edificio resentido en la obra negra, desencajados muros.
A la intemperie se pudrían cobijas y desde las fotos de familia los
ausentes
miraban el paisaje devastado con la sonrisa de quien ese día cumple
años.
Tanto silencio desatan en la ciudad los muertos
que su ausencia es un grafismo simple: dos fechas por un guión
unidas
y el nombre que siempre te recuerda el de alguien que conoces:
el tuyo, par de sílabas que son enamorados frente a sí dispuestos,
basalto que señala un volcán dormido, piedra clavada
donde somos el nombre completo que nos dieron,
dos fechas, un guión y nada.

Recién salidos del refugio pechos de niñas
soñaban por primera vez con un salón de baile.
Había también mujeres con el pelo suelto
y otra boca buscó la blanca tensión del muslo interno en escaleras
frías.
De mañana, para no hablar de los que faltan,
en el café unos amigos dejaron de dirigirse la palabra.
Aquel encendió el cigarro Y se Quedó mirando en los dedos el tizne
ámbar,
resinas ocres manchaban el interior de los tejidos.
El otro asomó sus ojos tras las gafas
y miró entre sombras la traslúcida miel de una copa de aguardiente.
El uno sorbía el humo amargo,
el otro empinaba su codo mientras reconocía que toda explicación
llegaba tarde.
Enes, detrás de la barra, destapaba botellas de cerveza
porque decidió hacer más llevadera la vida de los suyos;
ponía en su rocola a los Stones y actuaba gestos de Bogart para
Sabina.
Ella tenía en las ojeras grabadas alas de una mariposa negra
y él ya no tenía las piernas rotas.
En las paredes las esquirlas fijas
recordaban panales de abejas que emigraron.

El niño en su triciclo, el hombre que el tiempo encorva,
tienen un gesto que antes vi, como una seda negra,
sobre la cara de Femando Vázquez Ocaña
—que en vida vio a su mujer morir, en Barcelona,
herida de amor propio.
También él parecía una ventana con los vidrios rotos,
una ciudad deshecha tras el sitio,
una viuda con los pechos secos,
una cobija donde mama ciega la diminuta prole de una gata.

Frases para volver a caminar por la ciudad quemada que ahora veo
aquí,
distinta y una misma;
en estas calles donde hombres y mujeres recitan sus oraciones,
rosario que por repetirse olvida el dolor que lo citaba.

Bocas abiertas son las estaciones
donde una multitud en guardia ante sí misma
oye cantar el salmo de los cinco dulces por un peso.
Al pie de un Flamboyán en flor ¡imágenes del trópico!
rociado de petróleo un hombre arde inmolado por el pueblo;
en el sureste, bajo el puesto de frutas del mercado de Ocosingo,
el cuerpo sin vida de un rebelde boca abajo.

¿De qué se habla en las ciudades? ¿Cuál es su duda?
Detrás de cada puerta un mar de indiferencia,
un punzar de los aceros contra la carne blanda,
un compadre que al animarse enseña el cromo de la cacha,
el diente de oro.

Forzada en un baldío por sus vecinos
tiene María labios rojos, pelo azabache
y abierta sobre el muslo la mezclilla:
en el pecho, contra la carne firme,
busca la piedra el corazón de la morena.

Rostro desnudo sin melaya:
en los ojos de Leijla yace la pierna que perdió Hazim,
y la mezquita abierta en su centro por el oro cristiano,
y el mapa de un pueblo en la pared de un bunker,
y páginas y páginas de aquella biblioteca calcinada
donde la geometría del ajedrez cumpliera sus leyes alegóricas.
Ella es la puerta de una ciudad que sueña un mar para desplegar sus
velas,
ella es el mar a donde este río negro va y se entrega.
Tienen sus pupilas una serenidad furiosa que no pide consuelo
y no habrá Dios para sus labios
cuando el amor extienda de nuevo hasta ellos sus mantos de caricias:
serán palomas que después de las granadas busquen el quicio de la
puerta,
el rellano del placer, la sombra de los árboles.