La vida solitaria Canto XVI de Giacomo Leopardi

La lluvia matinal, cuando las alas
batiendo, salta alegre la gallina
en la cerrada estancia, y el labriego
sale al balcón, y la naciente aurora
vibra su rayo trémulo, esmaltando
las transparentes gotas, en mi albergue
dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
de la ciudad, en donde el odio sigue
y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
para mí en estos sitios ¡ay! un tiempo
más compasivos a mi mal. Tú apartas
del triste la mirada, y desdeñando
los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
no halla en cielo ni tierra amiga mano,
ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
sobre una altura que domina un lago
coronado de plantas taciturnas;
allí, cuando al cenit radiante asciende
el sol, refleja su tranquila imagen,
y ni hoja o yerba se conmueve al viento;
no se ve ni se siente a la redonda
encresparse las olas; ni su canto
entonar la cigarra; ni las plumas
el pájaro agitar entre las hojas,
o retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla,
donde yo, inmóvil, reposando, casi
del mundo odioso y de mi ser me olvido;
y pienso que mis miembros se desatan,
que se extingue el sentir y que mi antigua
calma con la del sitio se confunde.

¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste
este mi corazón, que antes ardía
hasta abrasar. Con su aterida mano
oprimióle el pesar, y en duro hielo
en la flor de mis años, convirtióse.
Acuérdome del tiempo en que viniste
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce
e irrevocable tiempo, cuando se abre
al ojo juvenil la triste escena
del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
de virgen esperanza y de deseos,
y se lanza a la acción, como pudiera
al juego y a la danza. Mas tan pronto
como pude entreverte, la Fortuna
mi existencia rompió, y a mis pupilas
tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
en la callada aurora, o cuando brillan,
al sol techos, collados y llanuras
miro de hermosa jovenzuela el rostro;
si alguna vez, en la serena calma
de estiva noche, el paso vagabundo,
de la ciudad en derredor guiando,
la hosca tierra contemplo, y de afanosa
niña, que activa nocturnal faena,
oigo sonar en la apartada estancia
el canto melodioso, se conmueve
mi corazón de piedra; pero torna
pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña
toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara luna a cuya luz tranquila
danzan las liebres en el bosque, dando
enojo al cazador, que a la mañana
halla intrincadas las falaces huellas
que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
benigna de las noches! Importuno
entra tu rayo por selvosos riscos
o en ruinoso edificio, iluminando
el puñal del ladrón, que escucha atento
fragor de ruedas y de cascos duros
y rumor de pisadas en la vía,
y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo
aspecto, hiela al tímido viandante
a quien desnudo y semivivo, deja
entre las piedras. Importuno baja
también tu blanco rayo a las ciudades
sobre el vil corruptor que se desliza
de los muros al pie, y en las espesas
sombras se oculta, y párase y se asusta
de la luz que difunden los abiertos
balcones. Importuno a los malvados,
a mí siempre benigno, tu semblante
aquí será, do sólo me descubres
risueñas cuestas y espaciosos campos.
En otro tiempo, lleno de inocencia,
tus bellos rayos acusar solía,
cuando me denunciaban de los hombres
a la mirada, en la ciudad, o cuando
ver me dejaban el humano aspecto.
Ora celebrarélos, ya te mire
envolverte entre nubes, ya serena
dominadora del etéreo campo,
esta morada mísera contemples.
A menudo verásme, solo y mudo,
errar por bosques y por verdes ribas,
o yacer en la yerba, satisfecho,
si aún el poder de suspirar me queda.

Versión de Antonio Gómez Restrepo