Estos momentos breves de la tarde,
con un vuelo de pájaros rodando en el ciprés,
o el súbito posarse en el laurel dichoso
para ver, desde allí, su mundo cotidiano,
en el que están los muros blancos de la casa,
un grupo espeso de naranjos,
el hombre extraño que ahora escribe.
Hay un canto acordado de pájaros
en esta hora que cae, clara y fría,
sobre el tejado alzado de la casa.
Yo reposo en la luz, la recojo en mis manos,
la llevo a mis cabellos,
porque es ella la vida,
más suave que la muerte, es indecisa,
y me roza en los ojos,
como si acaso yo tuviera su existencia.
El mar es un misterio recogido,
lejos y azul,
y diminuto y mudo,
un bello compañero que te dio su alegría,
y no te dice adiós, pues no ha de recordarte.
Sólo los hombres aman, y aman siempre,
aun con dificultad.
¿Dónde mirar, en esta breve tarde,
y encontrar quien me mire
y reconozca?
Llega la noche a pasos, muy cansada,
arrastrando las sombras
desde el origen de la luz,
y así se apaga el mundo momentáneo,
se enciende mi conciencia.
Y miro el mundo, desde esta soledad,
le ofrezco fuego, amor,
y nada me refleja.
Nutridos de ese ardor nazcan los hombres,
y ante la indiferencia extraña
de cuanto les acoge,
mientan felicidad
y afirmen inocencia,
pues que en su amor
no hay culpa y no hay destino.