Aceptación

Saliste a la terraza
pensando que la brisa de la noche
podría devolverte al que eres siempre.
Mas la tibieza que en tu cuarto había
era un ámbito ,allí, bajo la calma
de alejadas estrellas.
Olvidar pretendías unas horas
todavía recientes, la penumbra
que acercaba el latido de los dos,
y tus palabras qué serenas eran
como si a nadie las dijeses.

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Alocución pagana

¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.

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Aquel verano de mi juventud

Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano
en las costas de Grecia?
¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?
Si pudiera elegir de todo lo vivido
algún lugar, y el tiempo que lo ata,
su milagrosa compañía me arrastra allí,
en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.

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Conversación con un amigo

Se me ha quemado el pecho, como un horno
Por el dolor de tus palabras
Y también de las mías.
Hablamos del mundo, y desde el cielo
Descendía su paz a nuestros ojos.
Hay momentos del hombre en que le duele
Amar, pensar, mirar, sentirse vivo,
Y se sabe en la tierra por azar
Solo, inútilmente en ella.

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Con quién haré el amor

En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo.

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Despedida al pie de un rosal

Si no hay conocimientos en las cenizas
dejémoslas caer en la belleza frágil
de este rosal que tiembla en el otoño.

¿Amar, qué significa, si nada significa?
Huésped del tiempo esquivo, desnudo ya de mí,
retener el raído esplendor de la existencia
que una vez creí mía,
antes que, apresurado,
me ciegue en el reverso de esta luz.

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Epitafio romano

«No fui nada, y ahora nada soy.
Pero tú, que aún existes, bebe, goza
de la vida…, y luego ven.»
Eres un buen amigo.
Ya sé que hablas en serio, porque la amable piedra
la dictaste con vida: no es tuyo el privilegio,
ni de nadie,
poder decir si es bueno o malo
llegar ahí.

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El ángel del poema

A César Simón

Dentro de la mortaja de esta casa
en esta noche yerma con tanta soledad,
mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,
lo que no pudo ser,
esta ruina extensa del pasado,
también sin esperanza
en lo que ha de venir aún a flagelarme,
sólo es posible un bien: la aparición del ángel,
sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de fuego,
la paralización ante el rostro hermosísimo.

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El curso de la luz

Trajo el aire la luz,
y nadie vigilaba, pues la robó en el sueño,
se originó en las sombras,
la luz que rodó negra debajo de los astros.
Casa desnuda, seno de la muerte,
rincón y vastedad, árida herencia,
vertedero sombrío, fértil hueco.

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El dolor

La niña,
con los ojos dichosos,
iba -rodeada
de luz, su sombra por las viñas-
a la mar.
Le cantaban los labios,
su corazón pequeño le batía.
Los aires de las olas
volaban su cabello.

Un hombre, tras las dunas,
sentado estaba,
al acecho del mar.

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El más hermoso territorio

El ciego deseoso recorre con los dedos
las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,
y nada le apresura. El roce se hace lento
en el vigor curvado de unos muslos
que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.
Allí en la luz oscura de los mirtos
se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,
el feliz cuerpo vivo.

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El porqué de las palabras

No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.

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Esplendor negro

Sólo una vez pudiste conocer aquel Esplendor negro
e intermitentemente recuerdas la experiencia con vaguedad,
aproximaciones difusas, inminencias,
y así, desde tu juventud, arrastras frío,
un invisible manto de ceniza escarlata.
Y no fue necesario cegar los ojos,
pues de las luces claras de los astros
llegó el delirio aquel, la posibilidad más exacta y sencilla:
en vez de Dios o el mundo
aquel negro Esplendor,
que ni siquiera es punto, pues no hay en él espacio,
ni se puede nombrar, porque no se dilata.

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Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuántas cosas, como un muelle,
le estremecieron de muchacho.

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La piedad del tiempo

¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?

Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la alegría
de lo que no se niega.

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Los actos

Rubores, rostros, movimientos, cuerpos,
la línea transparente que desune
la piel y el aire; los sedientos humos
que aniquilan los labios, las mejillas,
y en donde el uso se consume en fuegos:
los negros resplandores, la mirada;
el tacto abrasador, de tan voraz
helado; la tramoya deshonesta,
feliz; y el bienestar de la ceniza.

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Madrigal nocturno

Tus nocturnos cabellos de oro, racimillos de uva,
vericuetos de la paciencia y asombros del espejo,
¿cómo usar de ellos, pues que sin pensamiento, aún vano,
existen?

Tentación de la mano, si no desenredara presas plumas
de siniestras aves: encanalladas risas
callejeras, gestos mohines, escándalos domésticos;
tentación de los ojos, para enjugar sus blandos hilos
el apócrifo llanto de un alba más cercana,
con más copas bebidas;
ardiente tentación de hacer caer en ellos
el tedio de las horas, la dormida ceniza del cigarro.

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Mere road

Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno de ellos, mientras suben en grupos
o aislados,
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.

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Muros de Arezzo

Dentro de aquella descarnada iglesia
la nave era una sombra, cuyo aliento
era un vaho de siglos, y en la hondura
vimos la luz sesgando el alto muro.
Y el sueño humano allí, con los colores
del más ardiente engaño, las cenizas
del deseo de un hombre sepultadas
en árbol, en corcel, séquito o ángel.

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No hagas como aquel

Divinizó a Antinoos.
y así, ayudado en la plegaria ajena,
lo pudo retener en el recuerdo,
mantuvo su dolor.
Al fin, sólo mendigo y hombre.

Sé más pagano tú, y advierte que la vida
tiene un destino cierto: sólo olvido,
y si piadosa obra: Sustitución.

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Oscureciendo el bosque

Toda esta hermosa tarde, de poca luz,
caída sobre los grises bosques de Inglaterra,
es tiempo.
Tiempo que está muriendo
dentro de mis tranquilos ojos,
mezclándose en el tiempo que se extingue.
Es en la vida todo
transcurrir natural hacia la muerte,
y el gratuito don que es ser, y respirar,
respira y es hacia la nada angosta.

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Otoño inglés

No para ver la luz que baja de los cielos,
incierta en estos campos,
sino por ver la luz que, del oscuro centro de la tierra,
a las hojas asciende y las abrasa.
Yo no he salido a ver la luz del cielo
sino la luz que nace de los árboles.

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Solo de trompeta

Cuando ya las miradas de todos se conocían vagamente,
a través de las pupilas nubladas por el alcohol,
de aquella música confusa, de la penumbra de aquel humo,
del caos
vino un silencio imperceptible,
y una trompeta sola, de fuego, nos quemaba la vida.

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Sombrío ardor

No como las estrellas, que dan luz,
mas también incontables cual los átomos
que habitan negros en las hondas cuevas,
los encuentros del cuerpo, sin amor,
sólo son actos de tinieblas. Nada
perdura en mí de aquellos miembros, dicha,
fuego, sonrisa.

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Causa del amor

Cuando me han preguntado la causa de mi amor
yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.
(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)
Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu
que siempre me mostraba en sus costumbres,
o en la disposición para el silencio o la sonrisa
según lo demandara mi secreto.

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La última costa

Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.

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Lamento en Elca

Estos momentos breves de la tarde,
con un vuelo de pájaros rodando en el ciprés,
o el súbito posarse en el laurel dichoso
para ver, desde allí, su mundo cotidiano,
en el que están los muros blancos de la casa,
un grupo espeso de naranjos,
el hombre extraño que ahora escribe.

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Lastimoso enamorado

Quejoso, lastimero, en la lívida
luz del día, me topas. De la noche
tú regresas cadáver, y apresuras
tu inanidad: tiemblas, lloras, maúllas.
Anegados están de tu miseria
caudalosa, amigos y enemigos.
Tú que eras sordo, y digno, y dominabas
la carne y el espíritu, ridícula
muestras ahora tu figura, la edad,
tu lujosa experiencia.

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