A Elisabeth van der Schulemburg
¡Extraña floración donde las noches
depositan su lúgubre simiente!
La luz del día encuentra vuestros rostros,
doblados en patética ternura,
sobre la misteriosa urnilla verde
en que yace dormida la honda esencia.
Allí diseminadas por los campos,
celadoras de indescifrable culto,
aspiráis el aliento vaporoso
de ese ser que subyuga, y abrazadas
cual ebrias a una sombra irresistible
os rendís a su dulce maleficio
con la sedosa púrpura teñidas
del primer sueño. Lejos os ignoran
las rosas del jardín, bajo los tilos,
junto a claros estanques extasiadas,
cuando la errante yedra les transporta
más que el amor, el polen que desprende
el gran extenuado en vuestros brazos.
¡Qué ligereza tiende por los aires
su extraño peso! Vedlos acallados,
los pájaros en torvas mansedumbres,
débiles en las ramas, como pulsos
de la vencida selva; y aun los hombres
en sus dichosos entretenimientos
caen rendidos al suave toque oscuro
de sumisión. Olvídase el avaro
de su tesoro, y déjalo perdido
por aquel que es más fuerte que sus ansias;
siente el enfermo que una mano tibia
ahuyenta, cual la pluma, de sus sienes
la amarga realidad, y hasta el amante
deja a su lado, ciego, a la que adora,
porque alguien más potente le ha besado
los fatigados ojos. El sol mismo,
¿no descansa su párpado un momento,
entornado en las lindes de la tierra?
Sólo las aguas suenan por las noches,
rebeldes al fatídico reposo,
huidizas del sueño que las tienta
con ese frenesí de lo imposible.