Letanía erótica para la paz de Griselda Álvarez Ponce de León

Amado, ven, asómate al principio del mundo.
Somos los mismos, mismos de hace cincuenta mil años.
Somos aquellos, estos, los de allá, los de siempre
y los que han de seguirnos y los que vendrán luego.

Eras solo. Eras entonces solo.
En el pecho llevabas un hueco.
Las auroras eran amargas
como niños ciegos que quieren saber de qué color es el viento.
Eras entonces solo.
A veces la arena te subía hasta los ojos.
En cambio el agua te daba en los pies imágenes truncas.
Corrías por las orillas de todos los horizontes
y sobre el filo de las tardes
le gritabas al abismo.
Él recogía tu voz, la adornaba con matices raros
y la maduraba en ecos para que no te sintieras solo.
El abismo era tu amigo.

Pero eras entonces solo.

Otras veces llevabas tu soledad hasta el crepúsculo
y aquel incendio mudo se te iba para adentro.
Después te barnizaba un malestar luminoso.

La noche era tu enemiga.
Inacabable, sabía estirarse en dimensiones inauditas, adelgazarse
hasta ser como un hilo cortante y molesto,
con rumores de sordos quejidos.
A veces te golpeaba en monorritmos
con un nombre que no conocías, como si fuera hecho de lluvia.

Es que la noche vivía sola.

El lecho era también tu enemigo. Sin ojos te miraba con fijeza.
te escarbaba con sombras.
Te enardecía con desprendimientos.
Tejía brazos como trenzas para sofocarte.
Inventaba respiraciones cálidas,
tactos imposibles.

Había más: tu pensamiento no te dejaba descansar.
No podías separarte de él. Con su maleza de preguntas
te enredaba el día.
Tu pensamiento sin palabras, incomunicado
en la cárcel de tu cabeza.
Tu pensamiento absorto ante la carcajada del trueno.
Tu pensamiento sorprendido ante lo inútil del relámpago,
ante el por qué de la tormenta o de la tranquilidad.
Tu pensamiento girando azotado por un tema idéntico.
Tu pensamiento construido de insatisfacción.
Tu pensamiento que presentía la renuncia forzada de lo que no poseías.

Tu pensamiento recorriendo la montaña
hasta la punta de su ávido pezón.
Tu pensamiento dando tumbos por la llanura y buscando nada.
Tu pensamiento.
Tu pensamiento siempre.

Pero un día enfebrecido, te me abriste del pecho.
Te nací desde un grito.
O tal vez desde un largo silencio.

Mansa, como una cuerda que se arrastra,
torpe, como una virgen,
como un larga cifra enredada en tus huesos,
como un llanto continuo que goteara en lo oscuro,
como ronda el aullido al tope del silencio,
como el agua primera,
definitiva como amante muerta,
pero viva y levantada desde el polvo para tu compañía,
simple mitad y complicada fuente,
vine a tu encuentro.

Vengo de donde quiera, del aire o del espanto
soy la siemprellamada en tus noches sin tregua,
soy horda primitiva arrasando tu calma,
soy ya la mejor bestia mientras mi vientre gime,
la del pecho callado,
perdida en un ovillo de humildad y de cielo.
Para cuando me quieras tendré en los ojos luna
y en los brazos tendidos un racimo de cantos.

Aquí estoy, bienamado,
aquí estoy, compañero.

Soy sola en mi naufragio y vengo a tu ribera.
Soy la medida exacta salida de tu barro,
el sabor de la brisa, la lucha de tu cuerpo,
la fragancia inasible para tus fuertes dedos,
pero el trayecto corto para tu beso largo.
No sé hasta donde siento que mi ansiedad te alcanza,
ni hasta donde, cautiva, tu inmensidad me toca.
¡Qué simple nuestro encuentro y qué definitivo!
¡Oh tú, vaso riente, ganador de la espuma!
Rostro deshabitado que instala su sonrisa.
La mañana comienza a subir alegría
mientras maduro el mundo palpita su trabajo.

Vamos hacia el principio.
Asómate al abismo
y mírate en los siglos:
tus iniciales viven desde antes que existieras.
Mi cuerpo te recibe desde el fondo del caos.
Bebo en tus ojos y en tus manos bebo,
hueles a intensidad como la noche,
y en este olfato ciego sé que te pertenezco.

Acoge mi esplendor y conviértelo en ruina,
porque me doy entera como un día de sol,
porque soy la constante,
porque soy la distinta,
porque me llenas de amor hasta las lágrimas,
porque estamos en este mundo construido para nosotros
por nosotros,
porque en el lecho edificamos la muerte
al dar vida.

Este animal que dormía en mí en su bosque de ternura,
este albor que me brilla por los poros,
estos conos truncados de las frases,
esta tu soledad urgida que se prendió en el desierto
esperando el sonido de bocas silenciosas,
la caricia colgada de las manos dormidas,
el cabello hacia el viento,
esta antorcha de tactos que nos quema los huesos,
es el mundo de siempre
en que estamos viviendo.

No podemos borrar la palabra que escribieron los abuelos,
porque hemos borrado la palabra asco,
porque hemos borrado la palabra miedo,
porque hemos borrado la palabra olvido
y hemos colmado los porqués del orbe.

Húmeda compañía engendradora,
hombre desde el principio
y mujer de la esencia.

Somos los dos y estamos llenando el mundo.

Afuera dicen que la muerte llueve.
Caminamos y de trecho en trecho la sangre se agolpa.
El viento trae el rumor de todas las angustias.
Innumerables hocicos anuncian sus colmillos.

Alguien pregona la destrucción,
alguien quiere tragarse la palabra humanidad,
porque los cerebros fríos se están calentando con odio.
Dicen que la muerte llueve
y en alambres de púas se clavan las preguntas.
Piensan hoy que comemos muerto a diario
y en esta muerte transformada somos.
Una noche animal da al horizonte
y en él
arden los niños y los hombres arden.
El desaliento curva las espaldas
las frentes miran hacia abajo,
sobre la piel se unta el miedo,
los ojos se llenan de vidrios
y el corazón, caracol de pánico, ensancha su locura.
Empequeñecidas,
las madres son gusanos que piden misericordia
en este breve infierno,
mientras el aniquimilamiento silba como víbora.
Porque la inconciencia ha pedido nuestro uniforme final.

Dicen que la muerte llueve y estamos ya pisando polvo de hombre,
que nos hundimos en inmensa herida
y que hace mucho Dios está cansado.

No podemos sentarnos y ver como crece la angustia
donde antes crecía la hierba.
No vamos a reconstruir el llanto.
No aceptamos la tarea de morir.
Tenemos que decir algo.
El relato sencillo de las mujeres que seguirán poblando el universo.
El canto de los hombres de cuyo vigor saldrán las demás generaciones.

Porque es mentira esta isla de muerte
que nos vamos haciendo,
donde no hay un ‘te acuerdas’
que no hayan mutilado.
Porque no ha de romperse el mundo. Hemos de seguir siendo.
Porque estamos aquí. No hay todavía.
Somos los dos.
Quemados por la misma llama,
ungidos con el mismo aceite,
sucios por la misma ceniza,
doblados por la misma lluvia,
amados por el mismo viento.

Los mismos desde el principio,
los de siempre,
los de después.
Somos la pareja que aquella tarde doblegó a la hierba.
Somos la que hizo sangrar olor a la tierra,
la que finge pescados al amarse bajo el agua,
la que inventa pájaros al sentirse las alas,
la que siente el río del tamaño de su sed.
Somos la que aquella mañana defendiera su adiós con lágrimas.
La que se ama sin saciedad.
La que no cree en la costumbre o el desamor.

Somos la que no se explica cómo puede haber tanta felicidad en tan corto tiempo.

El soplo igual de una sola llama.

Los dos ojos de un solo rostro.

La que una noche contaba inútilmente las estrellas.

Somos la que conjugó todos los verbos
hasta caer vencida en su victoria.
Somos la que no padece el vacío del vocablo soledad.
La que piensa que un hijo es la propia dimensión.
La que comprende que el amor es una conversación sostenida,
la que mezcla también su propio silencio,
la que piensa que un brazo será siempre la mejor almohada,
la que goza con su maligna ingenuidad.
La que también sabe vivir sin hijos.
La del simple derecho.
Somos la pareja que no puede acabarse con el griterío de la calle,
la que protege a cada momento su dicha,
la que muerde su angustia frente al hijo muerto.
La que puede hundirse en la pobreza
porque ha tasado su oro.
La que se estrecha en el bosque hasta adelgazar
las sombras haciéndolas una,
la que pesa la importancia de haberse conocido.
La pareja precursora de toda civilización.
Somos la que contuvo su adolescencia abundante,
la pareja que alargó su ancianidad en compañerismo,
la que derramó su fértil madurez,
la que no mira el color diferente de la piel,
somos la que llevó su unión hasta lo Desconocido,
porque piensa que la muerte
sólo es un cambio en el tiempo de los verbos,
somos la misma generación repetida
tantas veces como el ‘yo te amo’,
porque somos dos mil generaciones pero también un solo ser.
La pareja que camina a tientas para encontrarse siempre,
porque ciñe en su abrazo universal
el límite del tiempo.

Somos la misma, misma de hace cincuenta mil años,
la de allá, la de siempre, la que ha de seguirnos
y la que vendrá luego.