Aquí y allá se ven las secas hojas
sobre campos de hierba amarillenta;
desde el alba a la noche el viento es fresco,
éste es el fin del tiempo de verano.
Veo abrirse las flores que conserva
el jardín como un último tesoro:
quiere lucir la dalia su divisa,
la maravilla su dorada toca.
La lluvia en el estanque hace burbujas;
y tienen conciliábulos extraños
las golondrinas sobre los tejados:
¡Ya ha llegado el invierno con sus fríos!
Se reúnen por cientos con el fin
de llegar a un acuerdo sobre su éxodo.
Una dice: «Qué bien se está en Atenas,
viéndolo todo desde la muralla.
Todos los años voy allí y anido en
metopas del mismo Partenón.
En los frisos mi nido disimula
el hueco de una bala de cañón.»
Otra dice: «Yo tengo mi cuartito
en Esmirna, en el techo de un café;
sus granos de ámbar cuentan los hayíes
en el umbral que recalienta el sol.
Entro y salgo, avezada como estoy
a los rubios vapores de las pipas,
y entre mares humosos rozo siempre
los turbanes y feces al pasar.»
Ésta dice: «Yo habito en un triglifo,
en el frontón de un templo, allá en Baalbek;
allí me poso y me sujeto, encima
de mis crías de pico puntiagudo.»
Otra dice: «Sabed mi dirección:
Rodas, palacio de los caballeros;
cada invierno mi tienda se alza allí
en capiteles de negros pilares.»
Y la quinta: «Yo voy a descansar,
pues la edad no permite largos vuelos,
en las blancas terrazas que hay en Malta,
entre el azul del agua y el del cielo.»
La sexta: «¡Hay que ver qué bien se está
en El Cairo y sus altos minaretes!
Recubro con el barro un ornamento
y mi cuartel de invierno ya está listo.»
«Pues yo tengo mi nido», dice la última
«donde está la segunda catarata;
el exacto lugar está indicado
en el psen de un monarca de granito».
«Mañana cuántas leguas», dicen todas,
«nuestra bandada habrá dejado atrás,
pardas llanuras, picos blancos, mares
azules con bordados espumosos».
Entre tanto chillido y aleteo,
sobre estrechas cornisas de la altura,
conversan entre sí las golondrinas
viendo cómo la herrumbre invade el bosque.
Comprendo las palabras que se dicen
porque al fin el poeta es como un pájaro;
pero, ay, está cautivo, y sus impulsos
se rompen contra redes invisibles.
¡Alas quiero tener, dadme unas alas!,
como dice aquel cántico de Rückert,
para volar con ellas hacia el oro
del sol, hacia la primavera verde.