Un haz frente a la costa
y un fuego que arde en el espejo,
ambos guardan los recuerdos:
el primero enturbia el viento que encrespa
al mar contra las calles nocturnas,
región de plegarias susurradas
por nuestros ahogados,
sueño de vastedades y caídas
con anhelos de escapar o dolerse,
callado como un buril puliendo la arena.
El otro se nutre de un mar de cera, y arde.
Rápido en borrar huellas,
el mar hubiera envuelto el labio en su frío
si en otra noche, con otra sal en la piel
escociendo furiosa, hubiera suplantado los recuerdos
en una de sus mareas.
Para luego entregarse a ti sobre todos ellos,
al dormir las memorias
en la arena, o aún en la ceniza.
El mar antepasado,
moviéndose en su rutina,
sin gaviotas volviendo a casa,
sin misiones de encendidas preguntas,
la ola en su paso sobre la ola,
llevaría o traería un murmullo de gente,
rostros radiantes dejados atrás,
cuerpos en un mundo oscuro,
sin latidos de ausencia
en lo definitivo del adiós.
Con el tiempo, el suelo seca
voces vírgenes o recónditas
que nos contestan raspando las estrellas
con sus lenguas que la luna platea;
y bajo el palio de este cielo
pasa el viento la página
del centenario libro de registros,
al que acudimos una y otra vez
en busca de nuestros nombres.