Cada cual a través de las tinieblas
ansia de luz advierte en las entrañas;
cada cual va buscando con anhelo
un confín que recuerda desde niño, niño
una aquietada llama. ¡Y para cuántos
esa luz es abismo en que naufraga
su dulce y loca libertad transida!
En los bosques la espada de los cielos
no disipa las sombras, las enciende
de misteriosos halos que se ocultan
entre las altas formas del silencio.
Todo palpita oscuro, y aquel rayo
torna más insaciable la existencia.
Hay unos hombres tristes de extravío
que adoran las estatuas, cual entonces,
cuando entre el mirto agreste aparecía
un blanco mármol de dormida testa
soñando indiferente su hermosura.
Entre las multitudes las descubren,
entre el vasto oleaje que devora
y hace brillar el sol de las ciudades,
señalan las infaustas criaturas
en cuyos rostros ábrese el abismo
del que nadie retorna. Hay en sus cuerpos
un claro resplandor de tentaciones,
un esbelto misterio trastornado,
una azulosa llama con que alumbran
el sediento vacío: las estatuas
son del Amor. Prisiones encendidas.
Los idólatras, cual una garra, sienten
su tierno corazón sobrecogido
y en sus ávidas almas se entroniza
como un furor la imagen engañosa.
Siervos de falsa aurora, no conocen
ni placer ni reposo; esperan siempre,
ante el ídolo amado, que se abran
las desiertas regiones de sus ojos
y en el helado pecho van buscando
la imposible palabra. Las coronas
que dejan extasiados en sus sienes
apenas si un momento vivifican
el lúgubre esplendor y ajadas cuelgan
su insaciable tortura, cual la muerte
deja amarillo el rastro de las horas.
Un inútil desgarro les advierte
la sombría emboscada y nada saben,
divinos ciegos, de la luz que anhelan.