Los puertos de la tarde de Santos Domínguez Ramos

‘veo llegar cada tarde mis restos a la playa’
J. Rodríguez Marcos

I

Así como el que cuenta sus denarios,
pesadamente inclina
su esqueleto de plomo en la tarde imprecisa,
así tú vas contando los ocasos del agua,
los ríos inseguros, los barcos que se llevan
el eco de los címbalos tras el viento delgado.

II

Dejar pasar el tiempo: ni angustia ni dolor
ante este mar antiguo cuyo contorno borran
las nubes de poniente que envuelven los veleros.
Ahora que la alta tarde sedimenta en la arena
restos de caracolas, algas, ramas de pino,
capiteles de acanto o cicutas marinas
y las horas calcáreas se esparcen por la playa
o se deslizan, frágiles, entre tus dedos húmedos.
Señas de otros naufragios al borde de los pinos.
Jardín de la memoria celeste de las olas.

III

Las naves han varado
en esta tarde extensa en que arde el horizonte
y brillan sobre el agua las manzanas del tiempo.

IV

Cuando caiga la tarde soltarás por la proa
el pañuelo de pétalos mínimos de los días.
Cruzarás las callejas tras esa luminaria
azul de la palabra.

V

Mirad: el mar ha abierto su daga de cristales:
su filo luminoso socava el basamento
frágil de las murallas.
Metáfora de espumas sonoras de la tarde.

VI

Desde las altas torres siempre espera la tarde
su pasaje de sueños. Y se acerca la nave
al sur de las hogueras de las tardes del mundo.

VII
La galería, el pórtico, los pilares, las gradas,
el canal subterráneo, la basa del tetrarca,
los arcos orientales
del templo, las columnas,
el propíleo y la estatua sedicente , el estigma
amargo de los días: ceremonia del mármol,
fisonomía de un mundo alzado en el pantano
negro de las cloacas.

VIII

Sobre las caracolas líquidas del placer
la tarde va a la fragua caliente de los faros:
la brasa azul, la grama, el soto con enebros,
la luz horizontal
y roja del poniente.

IX

Bajan al mar los pinos en esta tarde húmeda
de luz difusa y verde. No cambiarán los dioses
el jardín mineral de clivia y sanguinaria,
de crestas afiladas y acantilados cóncavos.
Los días depositan sus rescoldos amargos
en la cima fugaz
de espuma de las olas.

X

Ya asedian las almenas los vencejos
y en la floresta oscura del mar, los tiburones
acompasan la danza siniestra y circular
de su aleta metálica. Sobre la sima el ritmo
ambiguo de la espuma. Bajo la torre el látigo
amargo del ocaso.

XI

Cruzan los cormoranes un cielo de banderas
salitres. La luz occidental corrompe el fundamento
de las murallas verdes.
Tras las torres de bruma el sol deja en el faro
su antorcha de nostalgia, fría sobre las aguas.

XII

Hogueras en la orilla, la luz de los pinares,
la lluvia litoral en las viñas. Las aves
de relojes secretos y vuelos sigilosos
tejen la urdimbre gris del otoño: los puentes
y la fronda de cañas negras de la bahía.

XIII

El sur: la desnudez blanca de los veleros
traza su partitura curva en el horizonte
azul de las mareas. Las yeguas desbocadas
por la luz del ocaso, hueco de fuga y fuego,
frío y occidental.

XIV

Quema tus ojos, Livio, con luz de las salinas,
que la letal cicuta y el áspero membrillo
maduran ya en los huertos nubosos de noviembre.

XV

Como otras tardes, pasan las gaviotas del sueño
hacia los faros rojos de poniente. Persiguen
los rescoldos que aún hieren la luz de las salinas.

XVI

Antes que el mirto de los patios, antes
que las murallas y el adobe dieran
esa cima de luz a las torres y el vuelo
de las tardes dormidas en la esquina del aire,
por el atrio del templo y al borde de la casa
los cipreses del tiempo, con su raíz secreta,
herían los oscuros cimientos de la vida.