Los recuerdos Canto XXII de Giacomo Leopardi

No pensé, bellas luces de la Osa,
aún volver, cual solía, a contemplaros
sobre el jardín paterno titilantes,
y a hablaros acodado en la ventana
de esta morada en que habité de niño,
y donde vi el final de mi alegría.
¡Cuántas quimeras, cuántas fantasías
creó antaño en mi mente vuestra vista
y los astros vecinos! Por entonces,
taciturno, sentado sobre el césped,
me pasaba gran parte de la noche
mirando el cielo, y escuchando el canto
de la rana remota en la campiña.
Y erraba la luciérnaga en los setos
y en el parterre, al viento susurrando
las sendas perfumadas, los cipreses,
en el bosque; y oía alternas voces
bajo el techo paterno, y el tranquilo
quehacer de los criados, ¡y qué sueños,
qué pensamientos me inspiró la vista
de aquel lejano mar, de los azules
montes que veo, y que cruzar un día
pensaba, arcanos mundos, dicha arcana
fingiendo a mi vivir! De mi destino
ignorante, y de todas cuantas veces
esta vida desnuda y dolorosa
trocado a gusto hubiera con la muerte.

No supo el corazón que condenado
sería a consumir el verde tiempo
en mi pueblo salvaje, entre una gente
zafia y vil, a la cual extraños nombres,
si no causa de risas y de mofa,
son doctrina y saber; que me odia y huye,
no por envidia, pues que no me tiene
por superior a ella, pero piensa
que así me considero, aunque por fuera
no doy a nadie nunca muestras de ello.
Aquí paso los años, solo, oculto,
sin vida y sin amor; y entre malévolos,
en huraño a la fuerza me convierto,
de piedad y virtudes me despojo,
y con desprecio a los humanos miro,
por la grey que me cerca; y mientras, vuela
el tiempo juvenil, aún más querido
que el laurel y la fama, que la pura
luz matinal, y el respirar: te pierdo
sin una dicha, inútilmente, en este
inhumano lugar, entre las cuitas,
¡oh, única flor en esta vida yerma!

Viene el viento trayendo el son de la hora
de la torre del pueblo. Sosegaba
este son, lo recuerdo, siendo niño,
mis noches, cuando en vela me tenían
mis asiduos terrores en lo oscuro,
y deseaba el alba. Aquí no hay nada
que vea o sienta, donde alguna imagen
no vuelva, o brote algún recuerdo dulce.
Dulce por sí; mas con dolor se infiltra
la idea del presente, un vano anhelo
del pasado, aunque triste, y el decirme:
«yo fui». La galería vuelta al último
rayo del día; los pintados muros,
los fingidos rebaños, y el naciente
sol sobre el campo a solas, en mis ojos
mil deleites pusieron, cuando al lado
mi error me hablaba poderoso, siempre,
doquier me hallase. En estas viejas salas,
al claror de la nieve, en torno a estas
amplias ventanas al silbar del viento,
resonaron los gozos, y mis voces
joviales, cuando el agrio y el indigno
misterio de las cosas de dulzura
lleno se muestra; entera, sin mancilla
el mozo, cual amante aún inexperto,
va a su engañosa vida cortejando,
y celeste beldad fingiendo admira.

¡Oh esperanzas aquellas; tierno engaño
de mi primera edad! Siempre, al hablar,
vuelvo a vosotras; que, aunque pase el tiempo,
y aunque cambie de afectos y de ideas,
no sé olvidaros. Sé que son fantasmas
la gloria y el honor; placer y bienes
mero deseo; estéril es la vida,
miseria inútil. Y si bien vacíos
están mis años, si desierto, oscuro
es mi estado mortal, poco me quita,
bien veo, la fortuna. Mas, a veces,
os recuerdo, mis viejas esperanzas,
y aquel querido imaginar primero;
luego contemplo mi vivir tan mísero
y tan doliente, y que la muerte es eso
que con tanta esperanza hoy se me acerca;
siento el pecho oprimido, que no sé
de mi destino en nada consolarme,
y cuando al fin esta invocada muerte
esté a mi lado, y ya se acerque el fin
de mi desdicha; cuando en valle extraño
se convierta la tierra, y de mis ojos
el futuro se escape, estad seguras
de que os recordaré: y que suspirar
me hará esta imagen, y el haber vivido
en vano será amargo, y la dulzura
del fatal día aliviará mis cuitas.

Ya en el primer tumulto juvenil
de contentos, de angustias y deseos,
llamé a la muerte en muchas ocasiones,
y largo rato me senté en la fuente
pensando en acabar dentro de su agua
mi esperanza y dolor. Luego, por ciega
enfermedad mi vida peligrando,
lloré mi juventud, y de mis pobres
días la flor caída antes de tiempo,
y sentado a altas horas en mi lecho
consciente, muchas veces, dolorido,
bajo la débil lámpara rimando,
lamenté, con la noche y el silencio,
mi alma fugitiva, y a mí mismo
exhausto me canté fúnebres cantos.

¿Quién puede recordaros sin suspiros,
juventud que llegabas nueva, días
hermosos, inefables, cuando al hombre
extasiado sonríen las doncellas
por vez primera; toda cosa en torno
pugna por sonreír; calla la envidia,
aún dormida o tal vez benigna; y casi
(inusitada maravilla) el mundo
su diestra mano tiende generosa,
excusa sus errores, y festeja
su entrar nuevo en la vida, y se le inclina
mostrando que por amo lo recibe?
¡Días fugaces que como el relámpago
se desvanecen! ¿y un mortal ajeno
habrá de desventura, si pasada
esta hermosa estación, si el tiempo bueno,
su mocedad, ay mocedad, se extingue?

¡Oh Nerina! ¿y de ti no escucho acaso
hablar a estos lugares? ¿De mi mente
acaso te caíste? ¿Dónde has ido,
que aquí de ti tan sólo la memoria,
dulzura mía, encuentro? No te ve
esta tierra natal: esta ventana
en que hablarme solías, y que ahora
triste luce a la luz de las estrellas,
está desierta. ¿Dónde estás? ¿No escucho
sonar tu voz, igual que en aquel día
cuando me hacía algún lejano acento
de tu labio, al llegarme, emblanquecer
el rostro? En otros tiempos. Ya se fueron
tus días, dulce amor. Pasaste. A otros
hoy les toca pasar por esta tierra
y habitar estas lomas perfumadas.
Mas rápida pasaste; y como un sueño
fue tu vida. Danzabas; en la frente
te lucía la dicha, y en los ojos
el confiado imaginar, el brillo
de juventud, cuando sopló el destino,
y yaciste. ¡Ay, Nerina! El viejo amor
reina en mi pecho. Si es que a una tertulia
o a alguna fiesta voy, para mí mismo
digo: ¡oh Nerina!, ya no te aderezas,
ya no acudes a fiestas ni a tertulias.
Si vuelve mayo, y ramos y cantares
los novios les van dando a las muchachas,
digo: Nerina, para ti no vuelve
nunca la primavera, amor no vuelve.
Cada día sereno o florecido
prado que miro, o gozo que yo siento
digo: Nerina ya no goza; el aire
y los campos no ve. ¡Pasaste, eterno
mi suspirar! ¡Pasaste! Y compañera
será ya de mis sueños, de mi tierno
sentir, de las queridas y las tristes
emociones, la amarga remembranza.

Versión de Luis Martínez de Merlo