Ciudad de los adioses, invernal, cilo gris
donde la hora impalpable amanece
con un monótono color ya repetido.
Hay quien intenta, junto a los muros
de sus turbias esquinas silenciosas,
descubrir la hermosura secreta por el aire
ante la madrugada en el recuerdo
de un día que no ha sido.
Así, un momento, ligera, alada
te vi en embeleso cruzar.
Déja que la memoria reviva en llamas.
Ahora, mientras mi mano escribe,
o entonces, cuando
el amanecer sobre tu imagen era
no si de realidad o beso, sino de luz, sino de sueño.
Si en otra lívida alborada atravesaras
un nuevo escalofrío,
si regresaras en otra claridad desierta,
tú misma, cuerpo o ráfaga desnuda
de otro espacio no mío, cálido y solar.
Borrosas calles y llovizna oscura.
Nada sino mi sed, mi desvelo,
nadie sino la voz del entresueño,
nada, final, sino
un eterno encantamiento frío:
terror que lentamente
se entreabre, gesto, belleza cruel
que pasa apenas, fugitiva, sólo al lado un instante,
por entre los adioses,
oh tánta luz en nubes de otro invisible mundo.