Allí en el valle fértil y risueño,
do nace el Lerma y, débil todavía
juega, desnudo de la regia pompa
que lo acompaña hasta la mar bravía;
allí donde se eleva
el viejo Xinantecatl, cuyo aliento,
por millares de siglos inflamado,
al soplo de los vientos se ha apagado,
pero que altivo y majestuoso eleva
su frente que corona eterno hielo
hasta esconderla en el azul del cielo.
Allí donde el favonio murmurante
mece los frutos de oro del manzano
y los rojos racimos del cerezo
y recoge en sus alas vagarosas
la esencia de los nardos y de las rosas.
Allí por vez primera
un extraño temblor desconocido,
de repente, agitado y sorprendido
mi adolescente corazón sintiera.
Turbada fue de la niñez la calma,
no supe que pensar en ese instante
del ardor de mi pecho palpitante
ni de la tierna languidez del alma.
Era el amor: más tímido, inocente,
ráfaga pura del albor naciente,
apenas devaneo
del pensamiento virginal del niño;
no la voraz hoguera del deseo,
sino el risueño lampo del cariño.
Yo la miré una vez -virgen querida,
despertaba cual yo, del sueño blando
de las primeras horas de la vida;
pura azucena que arrojó el destino
de mi existencia el primer camino,
recibían sus pétalos temblando
los ósculos del aura bullidora,
y el tierno cáliz encerraba apenas
el blanco aliento de la tibia aurora.
Cuando en ella fijé larga mirada
de santa adoración, sus negros ojos
de mí apartó; su frente nacarada
se tiño del carmín de los sonrojos;
su seno se agitó por un momento,
y entre sus labios expiró su acento.
Me amó también – Jamás amado había;
como yo, esta inquietud no conocía,
nuestros ojos ardientes se atrajeron
y nuestras almas vírgenes se unieron
con la unión misteriosa que preside
el hado entre las sombras, mudo y ciego,
y de la dicha del vivir decide
para romperla sin clemencia luego.
¡Ay! que esta unión purísima debiera
no turbarse jamás, que así la dicha
tal vez perenne en la existencia fuera:
¿cómo no ser sagrada y duradera
si la niñez entretejió los lazos,
y la animó, divina, entre sus brazos,
la castidad de la pasión primera?
Pero el amor es árbol delicado
que el aire puro de la dicha quiere,
y cuando el dolor el cierzo helado
su frente toca, se doblega y muere.
¿No es verdad? ¿No es verdad, pobre María?
¿por qué tan pronto del pesar sañudo
pudo apartarnos la segur impía?
¿Cómo tan pronto oscurecernos pudo
la negra noche en el nacer del día?
¿Por qué entonces no fuimos más felices?
¿Por qué entonces no fuimos más constantes?
¿Por qué, en el débil corazón, señora,
se hacen eternos siglos los instantes,
desfalleciendo antes
de apurar del dolor la última hora?
¡Pobre María! entonces ignorabas,
y yo también, lo que apellida el mundo
amor… ¡amor! y ciega no pensabas
que es perfidia interés, deleite inmundo
y que tu alma pura y sin mancilla
que amó como los ángeles amaran
con fuego intenso, mas con fe sencilla,
iba a encontrarse sola y sin defensa
de la maldad entre la mar inmensa.
Entonces, en los días inocentes
de nuestro amor, una mirada sola
fue la felicidad, los puros goces
de nuestro corazón… el casto beso,
la tierna y silenciosa confianza,
la fe en el porvenir y la esperanza.
Entonces, en las noches silenciosas,
¡ay! cuántas horas contemplamos juntos
con cariño las pálidas estrellas
en el cielo sin nubes cintilando,
como si en nuestro amor gozaran ellas;
o el resplandor benéfico y amigo
de la callada luna,
de nuestra dicha plácida testigo,
o a las brisas balsámicas y leves
con placer confiamos
nuestros suspiros y palabras breves.
¡Oh! ¿qué mal hace al cielo
este modesto bien, que tras él manda
de la separación al negro duelo,
la frialdad espantosa del olvido
y el amargo sabor del desengaño,
tristes reliquias del amor perdido?
Hoy sabes que es sufrir, pobre María,
y sentiste al presente
el desamor que mezcla su hiel fría
de los placeres en la copa ardiente,
el cansancio, la triste indiferencia,
y hasta el odio que el impío
el antes cielo azul de la existencia
nos convierte en un cóncavo sombrío,
y la duda también, duda maldita
que de acíbar eterno el alma llena,
la enturbia y envenena
y en el caos del mal la precipita.
Muy pronto, si, nos condenó la suerte
a no vernos jamás hasta la muerte;
corrió la primera lágrima encendida
del corazón a la primer herida,
mas pronto se siguió el pesar profundo,
del desdén la sonrisa amenazante
y la mirada de odio chispeante,
terrible reto de venganza al mundo.
Mucho tiempo pasó- Tristes seguimos
el mandato cruel del hado fiero,
contraria sendas recorriendo fuimos,
sin consuelo ni afán… ¿También, señora,
podemos sin rubor mirarnos ora?
¡Ah! ¿qué ha quedado de la virgen bella?
tal vez la seducción marcó su huella
en tu pálida frente ya surcada,
porque contemplo en tus hundidos ojos
señal de llanto y lívida mirada
con el fulgor de acero de la ira.
¡Se marchitaron los claveles rojos
sobre tus labios, ora contraídos
por risa de desdén que desafía
tu bárbaro pesar, pobre María!
Y yo… yo estoy tranquilo:
del dolor las tremendas potestades,
roncas rugieron agitando el alma;
la erupción fue horrible y poderosa…
Pero hoy volvió la calma
que se turbó un momento,
y aunque siento el volcán rugir violento
el fuego dentro de él nunca se atreve
su cubierta a romper de dura nieve
Continuemos, mujer, nuestro camino
¿Dónde parar?… ¿acaso lo sabemos?
¿lo sabemos acaso? que el destino
nos lleve, como ayer: ciegos vaguemos,
ya que ni un faro de esperanza vemos.
Llenos de duda y de pesar marchamos,
marchamos siempre, y a perder nos vamos
¡ay! de la muerte en el océano oscuro.
¿Hay más allá riberas? no es seguro,
quien sabe si las hay; mas si abordamos
a esa riberas torvas y sombrías
y siempre silenciosas,
allí sabré tus quejas dolorosas,
y tú también escucharas las mías.