I
Silencio blanco, sin pájaros,
y los árboles al soplo (nubes)
del ritmo del paisaje.
Entre lo que surge y lo que se va,
nieve deslíe la roca. Y el sonido del viento:
voces inciertas que lejanas
hielan
nuestras dubitativas acciones.
Una leve señal (un disparo) involuntaria
se retira de la Idea.
Desliz hacia la nada en un desierto
(presiente ya el temblor).
II
Nuestras vidas se vuelven otras vidas,
inacabadas como brillo de cristal
inacabado, y recordamos
lo fresco del rocío,
ya hoja quebradiza.
¿Somos historia? No, la mancha
invisible de la historia somos, humo
de imposible transparencia,
pero también el agua entre los robles. Mientras
tanto
sorbemos de la taza el amargo café
en que nos detenemos, inclinados.
III
No historia, sino aliento en busca
de reverdecidas ramas.
Lloraste desleído el fulgor de esas ramas
y tuve miedo de en lo oscuro ver
con gélidos ojos de muñeca,
barca en lago sin agua, barca vacía.
De tus pupilas
vi nacer el mar, claridad inefable.
Años, túneles, torres electrificadas
recorrerías para encontrar mis manos.
IV
El miedo es encontrar, pues encontrar
es encontrar la propia semejanza.
Pero también dudar, alucinado,
no asimilar el sueño inexplicado.
Interpretar los sueños
todavía constituye nuestra peor pesadilla.
¿A quién representamos? ¿Qué parte del insecto encierra en sí el veneno?
Cada estación, como cada palabra,
trae su muerte –apenas alcanzada, remanso
de espaciadas violetas.
¿Y el logos, Heráclito, para qué quiero un logos?
Todo lo que busco es alojar la luz
en otra luz
Que juntas, justas, den Negro.
V
Difícil encontrar la otra parte del fuego.
No aguja en el pajar, ojo enhebrando.
De seda el hilo, suelto el hilván, entrar y salir
sin mancha
dejar
en la textura.
Fina Angelina se acercó cada día al temblor de la ceniza
extinguiéndose
en los pasillos de las altas mansiones.
Candiles sin brillo, mesa sin pan, deshilados manteles.
Costras de cera recordándonos…
Oigo los pasos de mi madre,
el miedo.
VI
Ciruelo reflejado en los cristales, otoño
cayendo, flacidez y deseo, contradicción
de la naturaleza a vendavales
volviendo a una primera imagen:
el chorro cayendo entre las piedras,
y el cachorro, su fuerte ternura, en la pradera
al borde de la floresta, la saliva
en la lengua de la leona, los círculos de fuego
en sus ojos. Ay, existir siempre a destiempo.
VII
Sílabas con aroma de jazmín, tiestos cansados
y gastados cimientos, sentimientos
que revivimos sin conseguir acomodar
en relación con qué casas deshabitadas.
A las cinco el silencio del sacrificio
y la luz sobre el gallo, campanadas
sobre el húmedo pasto, insectos en las hojas
y el grito de las urracas. Ecos
de Dios, ¿de Su palabra? Morimos
muy abajo del cielo, ancestral
distancia que nos hunde
en la primera y única raíz: amanecer, sonidos.
Cielo de espejo, tierra de sepulcro.
No hay conclusión, no hay final. Hilo
y textura,
la luz del fruto, fría, dentro de mí.
VIII
Mejor ceder al resplandor
del horizonte, irrefutable.
Sueño de Dios la vida, no en paz los dioses
que inventaron la guerra y la palabra, legado de los muertos.
El fuego nombra. Con él hablamos
acerca de la luz, hablamos, con él, luz.
El compartir engendra el primer rayo
de sol, como el que veo caer sobre el marrón plumaje
del gallo (negación).
Hablar de Dios, hundirse
en la incertidumbre.
IX
¿Medir nuestros sentires? ¿Cómo?
No hay medida para el miedo del alma.
Veces hay en invierno en que el secor aún arde.
Yo vi la luz en él, arreciando.
Frías sus manos
hablaban de lo irreversible.
El colibrí se nutre de la flor,
pero nosotros sólo de deseos.
En silencio miramos blanco el cielo
y ocasional un vuelo
dispersa lo violeta del paisaje,
para un sol que de golpe húndese
sin saber que ya antes ascendía.
X
De raíces nos habla esta luz
cuyo ser se pierde
en el frío corazón del agua.
Oigo y no oigo, entro sin entrar
a la serenidad
del mar tendido
hacia el silencio o risco de la noche.
Sombra la luna de agosto,
vuelo de un ave,
todo acercándose. Realidad que no alcanzan
nuestras vidas.
Nueva York, 2000
(Poemas inéditos proporcionados por la autora)