Tras el cristal que lo protege
hay un gesto afligido.
Los músculos de un torso
–su latir dibujado–
gimen
en la tensa postura
que los mantiene entre la rigidez
y la elegancia quebradiza:
una mano en el pecho; un brazo alzado
que se dobla hacia atrás
y acompaña obediente la inclinación del rostro;
el perfil, entrevisto; la mirada,
vuelta hacia un fondo de grafito ciego.
Fijado en ese fondo, su sombra lo repite,
lo difumina
sobre ese envés impuro.
En todo reina el gris,
turbia plata en la luz que tras el vidrio
es dolor y es hermética codicia.
Extrañamente,
junto a ese silencio dibujado
con rumor y gemido,
el cuadro pone,
en el cristal,
otra versión de lo que ahora existe:
yo me reflejo en él si lo contemplo;
detrás de mí, las cosas se reflejan.
Mi rostro, en primer plano, abisma su mirada
en mi mirada idéntica. Tras él,
las cosas que a mi espalda son reales,
en el cristal, detrás de mí,
vacilan y se hunden:
veo la puerta en su destierro súbito,
pintada con barniz de brillo falso,
y un trozo de pared incomprensible, frágil,
y en el fondo, aturdidas,
unas últimas cosas casi ausentes
flotando en ahogada semejanza.
Al ocultarte
al otro lado de esta opacidad tan clara,
inútil torso, gris perdido,
¿en qué limbo te borras un instante?
¿Qué es este vértigo
de rostros sobre rostros y sombras sobre sombras?
¿Qué son estas miradas
que van al esplendor y en luz se enturbian?
Contemplo la belleza y soy un velo.
Imprevisto cristal, vidrio inmutable,
¿quién conoce, quién ve, quién no confunde?