Un día partí lejos.
Cuando mi padre se olvidó
que yo tenía senos.
Callé de golpe y dije adiós.
– Decir adiós es tener
pájaros feroces en las manos -.
Me fui hacia allá
donde todo es azul
y es torrencial y fresco:
la montaña.
Iba con mi arado silencioso
y un alto sueño de tambores
en las manos.
Inmensa,
conjugada con el viento,
recorriendo la cordillera
de mi vientre,
fresca como la santalucía
que nace libre
en los parajes.
Después ya nadie
me pronuncio en las clases,
ni en mi barrio
ni en mi casa.
Solo la leyenda
de mi valija al hombro,
con mi mochila de luz
creciendo arriba
de mi espalda.
Después,
ya nunca pregunto mi padre
si yo tenía lápida,
cruz
o alguna azucena dormida
entre los dedos.