Cuando leía porfiadamente y no
sin desazón a Henry Miller, iba
acordándome a trechos
de muchas horas canceladas, rostros
desdibujados en algún rincón, lugares
de inquietante vivir. Era penosa
la experiencia y más
que nada turbadora
por simple: asistía
como mi propio espectador
al paso de emociones, cuerpos, actos
sexuales que yo mismo veía ejecutados
por otro en mi memoria y que se restauraban
con un nuevo contexto
en el presente.
La práctica
de ciertos mimetismos del recuerdo
puede llegar a subvertir el orden
de esa usura de amor que el tiempo
salda. Y Henry Miller, transgresor
de leyes, irritante
por próximo, furiosamente
obseso de su intimidad,
no suponía para mí
más que un tenaz motivo de recuento
de situaciones olvidadas: cuartos
de hotel, burdeles, laberintos
de citas donde un cuerpo
siempre se hacía vagamente
clandestino, imágenes
ajadas como evanescentes
fotografías, hábitos
de una noche. Pero un hostil
y subrepticiamente enajenado
reencuentro conmigo, sostenía
el agobiante afán de cotejar
datos que sólo en parte me importaban.
Equívoca constancia de unos hechos
reconstruidos con retazos
de otros: no en el amor
sino en su deterioro se reagrupan
los fragmentos vividos.
Como ciertas
alucinantes fábulas de Lawrence Durrel
o de Sade (las que coinciden tal vez
en descifrar los infortunios de Justine),
la intervención de Miller agotaba
en mi memoria toda posibilidad
de ir acotando la experiencia
sin conjurar su lastre: nombres
aletargados, episodios
de efímero futuro, leves
fraudes de amor
que el aluvión del tiempo confundía
con las suplantaciones del orgasmo.
Espejo de violencia
de tanto azar de juventud, híbrida
educación, solitario o múltiple
terraplén de erotismo, no podía
atestiguarme sino con mi propia
represión inicial, abierta luego
a otras coherentes formas del amor.