Yo no digo tu nombre. Yo digo mi locura.
Mírame cómo tengo los labios: como ríos
que atraviesan cantando tu hermosura.
Digo mi gran fervor, mi desespero.
Digo lo que me quema cuando llegas
y cuando ya te has ido lo que espero.
Escribo mi apetencia de ser dueño
de toda la candela de tus brazos,
para quemarme en ella como un leño.
Mujer sin nombre, si, pero nombrada
por mil voces ocultas: por mi instinto
que te tiene de gritos coronada.
Mi sangre hinca su alarido ardiente
en mi carne, socava mi estatura
y en mi mismo te busca ciegamente.
Y por buscarte así, como a una herida,
es mi sangre de tu alma y de tu imagen
la desenterradora enfurecida.
Mujer casi imposible, yo te evoco.
Para acercarte más cierro los ojos
y por cerrarlos casi que te toco.
Te veo saltar del fondo de mis versos
y caer junto a mi alma, con tu pecho
dividido en dos tibios universos.
Te oigo hablar y siento que me quema
esa llama de música que vive
dormida en las palabras del poema.
Te miro andar y siento que tus pasos,
siempre que en el crepúsculo se alejan,
más se acercan al sitio de mis brazos.
Pienso en tu cuerpo cálido y moreno,
y el cóncavo brasero de mis manos
de tu cuerpo se siente casi lleno.
Cuando miro tu talle me pregunto
si en una habitación deshabitada
por estar solo lo tendré más junto.
Cuando miro tus muslos yo me digo
que quizás en el tiempo de la siega
serán de mis trigales dulce trigo.
Y cuando veo tu pelo anochecido,
pienso que va a temblar como una estrella
cuando mi beso arranque tu gemido.
Te espero, si, con tanto desespero,
que la cal de mis huesos ya no puede
con la muerte profunda con que muero.
Ahora solo falta que te atrevas
y que congregues todas tus pasiones
con la pasión recóndita que llevas.
Mientras tanto yo soy el infinito,
y tú el surco de estrellas asediado
por la semilla amarga de mi grito.