Niño hermoso, qué tienes en las manos. Que rico
presente, voz silbante
de junco, das.
Mi puma más inocente, arroyo
de arrogancia, divino bien.
A qué callar. Te amo.
Dispones de la llave
del corazón. En esta tarde roja que hierve
cuando miras. Si muerdes la gran manzana en flor
que va cantando bajo tu bozo. Mientras músicas
arden en cada sílaba precoz. Como gacelas
nerviosas, ya atraídas al bosque de tu labio
virginal.
Niño hermoso que fuiste, excelso pájaro,
un trino en el jardín. Ramo de mirto. Brazo
de luna entre lo oscuro.
Quién, mirado, enamora
como tú. Qué así vive sobre el alma, conforma
esferas de ilusión, deja su nombre en sábanas
de hierba, pulsa la miel.
Oh, hijo mío, regato
de mis fuentes. Seguro yo. Gran copia. Caricia
de mi espejo.
Te amo, oh, sí, te amo. No llegue
rubor a mis mejillas al confesar que tuve
tu cáliz, tu amapola
finísima. El murmullo de tu lengua de mar
entre la playa. El mismo yo naciendo. La gloria
difícil de tus años, tu carne atroz.
Bien mío,
recuerdo sólo, hoy humo flotando en la ciudad.
Qué trajo aquí tu estatua de doncel.
Oh, criatura
color de pan. Milagro de piel espesa y grata.
Caballo torpe. Mozo
mollar. Tigre feliz. Arte menor. Hermoso
joven. Luz en la niebla
de la memoria.
Y beso, vez repetida, aquella
superficie. El vaso de licor. -Ah memento,
así arañado-. Rama
que fui. Narciso mío, reflejado en el lago
de la niñez y el Sur. Libro mortal de ejemplos.