Fue en la infancia, a la vera de los caminos, en el humo perdido
de los barcos que se alejaron.
Con ellos se marchaba mi corazón, con rumbo cierto
de eternidad. Y más allá, donde nuestra mirada no llegaba,
por pequeña o por triste, algo nos sostenía.
Dios, el abuelo de los niños, repartiendo
las gaviotas por el azul sin límites, estaba con nosotros
de sol a sol, como los viejos labradores,
y dejaba su mano cansada en nuestros hombros.
Por qué pensar en cosas tristes. Mis padres
volvían del trabajo con ira, se vivía mal en casa,
eran tiempos difíciles y oscuros.
Y, sin embargo, vi palomas, estoy cierto, tuve apego a las
atareadas de mi madre,
directamente conocí la vida
como algo, más o menos alegre, que no tenía final.
Yo siempre tuve un alma navegante
y una gran esperanza.
Desde el punto de vista de aquel niño
todo era claro y mañanero, quiero decir, todo era
mentira, puro engaño. Tú no estabas allí,
ni aquí, a la vera de los caminos, ni en el humo perdido
de los barcos. Un muchacho lloraba
frente al acantilado, bajo la dura enseña
de la noche sin Dios.